III: Del chico de plata

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No es fácil hablar de Gabriel.

Es duro. Es más que duro. Es como mirar durante horas una cicatriz, una cicatriz especialmente fea y abultada, y entonces sacar un cuchillo y abrirla. Pero ni siquiera es un corte limpio; todo lo que pasó con Gabriel está tan lleno de aristas como una mala fractura.

Lo primero que tengo que decir es que su ausencia es... la siento todos los días. Es como el muñón de un dedo que falta, como el hueco de un diente, como un cristal roto. Una enorme herida abierta en el rostro de la Tierra. Algo que debería estar ahí y no está. Y su ausencia es tan evidente, tan clara, que duele. Su ausencia es devastadora. Su ausencia es... demasiado grande como para vivir con ella.

No sé si en algún momento podré llegar a captar con palabras todo lo que fue Gabriel. Todo lo que es Gabriel. Ni siquiera tengo claro que vaya a ser capaz de describir sus ojos, de describir su aspecto físico. Es... casi totalmente imposible que sea capaz de transmitirte el modo en que brillaba el sol en su pelo, el sonido de su risa, cómo se movía, su sonrisa más levantada por una comisura que por la otra y cómo resoplaba cuando yo hacía algo especialmente frustrante.

Cómo le gustaba la música... la cantidad de instrumentos que era capaz de tocar. El gesto de llevarse la mano a la nuca cuando se avergonzaba, cómo daba traspiés cuando se ponía nervioso y la paciencia que tenía con todas mis tonterías. Pero voy a intentarlo. Y como toda historia más o menos coherente, intentaré empezarla por el principio.

No recuerdo cuando nos conocimos Gabriel y yo. Nos conocíamos de toda la vida, supongo. Nuestros caminos se cruzaron en aquel tiempo en el que ser un año mayor o menor no marcaba ninguna diferencia y permanecieron paralelos cuando la diferencia de edad marcaba comportamientos distintos.

Físicamente, no podíamos ser más disparejos. Gabriel tenía los ojos de un azul claro precioso, grisáceo. Eran unos ojos indescriptibles. Unas pupilas negras, profundas como la noche, y en torno a ellas un círculo gris oscuro derramándose en los luminosos iris entrelazados de azul claro, lucecitas de plata encerradas en dos círculos azul grisáceo. Luz. Dos estrellas bajo el flequillo rubio. Grisáceos, no azul cristalino como los de mi abuelo, pero aún así...

Tenía el pelo rubio y liso, aunque se le encrespaba un poco en las puntas. Llevaba el típico corte que puedes ver en las fotografías de la Segunda Guerra Mundial, pero siempre un poco más largo de lo que debería, pues a menudo su madre olvidaba cortárselo. Su madre tampoco tenía demasiado interés en cómo se vistiera Gabriel, así que él solía llevar la ropa terriblemente mal combinada y muchas veces olvidaba abrigarse. Andaba siempre con la flauta travesera en un estuche en la mochila y solía pasar el tiempo con las narices metidas en algún libro endemoniadamente complicado.

Iba a ser ingeniero. No, médico. No, militar. No, demonios, no, en qué estaría pensando, lo que él quería en realidad era ser marinero. Bueno, en realidad quería viajar, así que se haría periodista. No, no se le daba bien escribir, lo de escribir era cosa mía. Entonces... entonces se haría director de cine, como Eco. No, eso no era para él. Gabriel quería ser pintor. No, mejor...

Gabriel era un torbellino y a la vez la persona más calmada y tranquila que jamás conocí. A veces me daba la sensación de que en Gabriel había dos niveles: el nivel profundo e inalterable, el que permanecía igual con el paso de los días, las semanas, los meses; y la parte de él que se movía demasiado rápido como para detenerse siquiera un segundo.

Eco y yo vivíamos con mis padres en una casa pequeña con jardín en las afueras del pueblo. Gabriel vivía solo con su madre en el centro y solía venir a buscarme todas las tardes después del colegio. A veces venía solo, a veces con los demás. Solíamos ir a la era a jugar al fútbol con los demás chicos del colegio. No éramos muchos; íbamos a lo que se llamaba un "CRA", un Colegio Rural Agrupado. Contándonos a mi hermano y a mí, éramos trece niños de distintas edades.

La Chica de LluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora