VII: Del modo más estúpido de enfrentarse al dolor

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No tuve una adolescencia fácil.

Podría resumirlo en eso, pero es mucho, muchísimo más complicado que decir que fue "difícil". Fue un tormento, en muchos sentidos. Para mí y para los que me rodearon en aquel entonces.

Sobre todo para quienes me rodeaban.

No te aburriré. No voy a contarte los pormenores de mi etapa más oscura, no me entretendré relatándote todas y cada una de las borracheras, cada cajetilla de cigarros que me fumé asqueada simplemente porque quería ser algo que no era, no pienso detallarte el nombre y apariencia del chico con el que salí en aquella época. No vale la pena contarte como eran aquellos supuestos amigos que en realidad no me apreciaban en absoluto, ni vale la pena hacer suma de la cantidad de cosas que llegué a robar con los años.

La persona que era entonces no merece el esfuerzo que costaría hablarte de ella en profundidad.

Baste decir que mi adolescencia fue un suplicio. El instituto fue insufrible. Yo era impulsiva de antes y tal vez demasiado defensiva. En el instituto aquella vena se disparó. Me volví violenta hasta límites que me sorprendían incluso a mí misma, agresiva de un modo vergonzoso. El instituto, además, tenía zonas que presentaban un innegable atractivo para mí. El fumadero, aquella parte del patio donde los mayores iban a fumar porros y a pasar droga.

Nota aclarativa: el instituto al que yo fui, cuando llegué, tenía un serio problema con las drogas. Eso se reflejaba en sus alumnos de un modo alarmante.

No nos mudamos a Valladolid capital, por cierto, sino a un pueblo de la periferia que había experimentado un crecimiento desmesurado desde mediados de los ochenta. La apertura de una fábrica de Renault en las afueras de lo que antaño fuera un pueblo de agricultores atrajo una buena cantidad de nuevos habitantes y también hizo que las empresas de construcción se cebasen en la pequeña población.

El lugar que yo conocí era un pueblo para las cosas malas (los rumores corrían rápidamente, no había cines, ni nada que hacer los fines de semana) y una ciudad para las cosas malas (muchos habitantes, el humo, el índice de criminalidad, la falta de aquella sensación de "pertenecer a algo" que tenía en mi pequeño pueblito perdido en el campo). Y por supuesto, aquel crecimiento descontrolado atrajo también a gente de calañas muy distintas y muchas veces indeseadas.

Tal vez te sorprenda que una rata de biblioteca como yo se convirtiera en toda una macarra, pero cosas más raras se han visto. Oculté mi vena literaria, me hice la dura (cosa que era, en mayor o menor medida), busqué amigos entre lo peor del instituto, empecé a beber de modo casi compulsivo y a fumar a rachas y arrojé el recuerdo de Gabriel a un rincón oscuro de mi memoria.

Quería olvidarlo. Quería olvidar al ángel que me seguía a todas partes, quería olvidar que una vez había querido tanto como para hacerme daño. Quería alejarme de aquel dolor continuo, de aquel martirio que era su recuerdo. Era como tener una herida sobre el corazón, una herida que jamás cerrase, que permaneciese sangrante y dolorida a través de los años. Una herida que nunca se cerraría.

Y yo era una cobarde. Una cobarde de gran magnitud. Estaba demasiado asustada.

No quería sufrir más.

Pero Gabriel no se apartaba de mí. Todo lo que yo conocía, todo lo que yo era, todo lo que yo tenía, estaba de algún modo ligado a Gabriel, a su recuerdo. A aquellos ojos como estrellas y a aquella voz, al olor de su piel, a la música de su flauta. Y aquellos recuerdos eran como cristales rotos bajo mi piel.

De un modo absurdo, decidí que si dejaba de ser aquella niña todo estaría bien. Una niña había conocido a Gabriel y otra distinta sería yo a partir de entonces.

La Chica de LluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora