Abrí los ojos en mitad de la noche de octubre más cálida y más fría que recuerdo. Al principio no tuve muy claro qué me había despertado, pero entonces me di cuenta de que Conor sujetaba mi muñeca entre sus dedos, girándola para ver la cara interna de mi antebrazo.
– Estudias Psicología – murmuré, sin atreverme a mirarle a la cara –. ¿Cómo de loca piensas que estoy?
Los dedos de Conor apretaban como un torno alrededor de mi muñeca. Me di cuenta de que tenía los nudillos blancos.
– Completamente – susurró, mientras tiraba de mí para abrazarme. No llegué a verle la cara, puesto que cuando me abrazaba mis ojos quedaban a la altura de sus clavículas. Sentí como apoyaba la barbilla en mi coronilla –. Estás completamente loca, Luna.
Suspiré contra el hueco de su cuello. No sabía hasta qué punto estaba loca, o hasta qué punto dejaba de estarlo. ¿Quién era yo? ¿La niña de Gabriel, la adolescente de la botella y el cigarrillo? ¿La chica desesperada de las cuchillas de afeitar? ¿O la joven que había sido capaz de rehacer su vida, de llegar a la universidad, de viajar sola hasta Irlanda?
¿Quién demonios era yo entonces?
– Lo siento – murmuré, porque no sabía qué más decir.
– ¿Por qué lo sientes?
– Por las cicatrices. Debería haberte avisado – respondí, aunque tampoco estaba muy segura de qué quería decir con eso.
Él se encogió de hombros y se apartó un poco de mí. Recorrió con el dedo una línea muy fina que atravesaba la cara interna del brazo izquierdo.
– Apenas se notan – comentó, mientras acercaba mi brazo a la lámpara de su mesita de noche –. Apostaría a que solo puedo verlas por lo pálida que estás. Y se nota que son muy viejas.
– Cuatro años – respondí, encogiéndome de hombros –. Fue una mala época.
Él no dijo nada. Tenía los ojos fijos en el techo, esos ojos oscuros como el mar en las tormentas. Era el azul más nítido que había visto desde Gabriel, azul oscuro, grisáceo. Como dos pozos azules, como un océano donde podría ahogarme. Conor tenía los ojos oceánicos y al final descubrí que aunque era imposible encontrar nada al fondo de ellos, sí que podrías ahogarte allí.
– Todos buscamos a alguien cuyos demonios se entiendan con los nuestros – susurré en español, en voz muy baja.
Bajó los ojos del techo para mirarme a la cara, me apoyó una mano en la mejilla y fue bajándola hacia el cuello, los hombros, la espalda. Cerré los ojos y ladeé la cabeza para disfrutar de la sensación.
– ¿Qué significa eso? – preguntó, y yo me encogí suavemente de hombros.
– Es una frase que leí hace mucho tiempo en alguna parte. Nunca logré encontrar al autor, pero se me quedó clavada en la cabeza. Fue en la época de... eso – dije, haciendo un gesto hacia mi brazo izquierdo –. Ni siquiera duró mucho. Fueron unos meses. Pero pensaba en eso a menudo.
– No hablo español, Luna – respondió él, ligeramente irritado –. ¿Qué significa?
– Que todos buscamos a alguien que haya pasado por lo mismo que nosotros, a alguien que pueda entender cómo nos sentimos por todo por lo que hemos pasado – le expliqué, pues me parecía que traducir la frase sería ridículo –. Todo lo que vivimos deja una cicatriz, ¿sabes? No de este tipo...
– De este – me interrumpió él, tocándose la sien –. Estudio Psicología, Luna. Sé de qué me está hablando. Y creo que tienes razón.
– Mis demonios son demasiado incluso para mí – suspiré –. Mi vida no ha sido realmente tan complicada, pero... yo la he hecho una locura. Soy un desastre, Con. Un desastre tremendo.
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La Chica de Lluvia
Teen Fiction"Ven conmigo. Te revelaré algunas cosas. Te contaré una historia. Te explicaré cómo mi madre se quedó embarazada de mellizos, cómo el amor de mis padres se convirtió en algo diferente y cómo se volcaron en los dos niños sietemesinos que nacieron de...