XV: De la voz de la vida, la música y el significado de ser lluvia

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Volví a la Universidad tras darme un día de descanso después de la aféresis. Los días pasaron sin demasiadas emociones, hasta aquel en el que mi teléfono móvil empezó a vibrar en mitad de una de mis clases de inglés y salí del aula para cogerlo. No fue una conversación larga. No creo que durase ni treinta segundos.

– ¿Luna?

– Sí, hola, ¿quién eres?

– Gracias. Gracias, de verdad. Te debo la vida y no sé ni cómo te apellidas.

La voz sonaba entrecortada y muy joven. Realmente debía tener mi edad. Se me llenaron los ojos de lágrimas. ¿Qué se suponía que tenía que decir a eso?

– No importa, no importa. Tú sigue adelante, ¿vale? Yo no me voy a olvidar de ti. ¿Vas a estar bien?

– Sí.

No dijo nada más. Yo era capaz de escuchar las lágrimas en su voz. "No sé ni cómo te apellidas". ¿Y qué importaba? Compartíamos algo mucho más valioso que las palabras. Quise decírselo, pero tenía la voz atrapada en algún punto de la garganta y no quería salir. Simplemente ya había dicho sin palabras más de lo que nunca podría decir. Él llevaba cualquier cosa que yo pudiera expresar corriendo por sus venas.

Aunque a pesar de todo conservo una diminuta esperanza de que un día se tope con esta historia y nos reconozca en estas líneas.

– Me alegro – grazné, tratando de no echarme a llorar –. Me alegro, me alegro. Sigue adelante, ¿vale? Prométemelo.

– Sí – dijo él, y su voz sonó un poco más firme. Apenas nada. Pero era un mundo –. Luna, tengo que colgar ya. Se supone que ni siquiera debería estar haciendo esto, pero una enfermera... Se supone que no podemos tener ningún contacto.

– Ah, ¿pero podemos tener algún contacto más íntimo del que ya tenemos? – intenté bromear, pero estaba demasiado emocionada como para hacerlo bien – No quiero que te metas en ningún lío. Cuídate mucho, por favor.

– Sí, claro que sí – respondió él –. Cuídate tú también, Luna. Eres un ángel.

Abrí la boca para contestar, pero un chasquido seco me indicó que ya no podría oírme. ¿Un ángel? Ojalá fuera verdad. Ojalá lo fuera... pero había oído su voz. Su voz. Estaba bien, iba a estar bien. Las diez horas pasadas en la máquina ya no importaban. No habían sido nada. Diez horas de mi vida, una vida para él.

Era un trato justo. Y los dos estábamos mejor ahora.

* * *

Las clases al día siguiente fueron eternas, aburridas. Sin embargo, la emoción del día anterior no desapareció, ni remotamente. Era demasiado feliz como para que nada pudiera amargármelo, ni siquiera dos horas con una profesora que parecía incapaz de transmitirnos nada.

Victoria, a mi lado, miraba absorta la pantalla de su ordenador; detrás de nosotras algunos compañeros hablaban en voz baja, susurrando y riendo. Yo miraba por la ventana; los álamos del campus empezaban a apuntar sus primeros brotes, de ese tono rojizo contra el blanco de la corteza, y la lluvia caía a plomo sobre ellos. El césped era de un verde brillante, casi radiactivo.

Pasé la clase soñando. Soñando con el futuro, con el chico al que había entregado mi sangre, con la tarde que pasaría con mis amigos. Con el verano siguiente. Con el cuaderno que se estremecía en mi mochila, ansioso porque revolviese entre sus páginas una vez más. Soñadora empedernida. Inevitable.

La profesora hablaba, y su tono monótono me acunaba en mi divagar. Pensaba en el pasado y en el futuro. En el Erasmus que había solicitado, ahora que Aarón no me quería a su lado día y noche. Necesitaba aquello. Necesitaba aquella libertad. Y la clase se eternizaba...

La Chica de LluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora