II: De ser la mitad de un todo

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No sabría por dónde empezar a hablar de mi hermano, así que empezaré por la parte que no me perdonará nunca.

Me llamo Luna, Luna Cántor. Esto por sí mismo no tendría nada de malo, de no ser porque al ser mellizos mis padres consideraron artístico que mi hermano se llamase "Sol". Lo de mi nombre era indiscutible; mi madre siempre había querido tener una hija que se llamase Luna. Y mi padre... bueno, mi padre nunca dio mucha importancia al tema de los nombres. Pero sí encontró atractivo el llamar a sus hijos mellizos "sol y luna".

Pero "Sol" en España es nombre de chica. No era una opción. Así que, después de plantearse incluso el llamar a mi pobre mellizo algo como "Amón", mis padres finalmente se decidieron por Helios. Un nombre normal donde los haya. Helios Cántor. Como te podrás imaginar, fue una infancia dura.

No sabría explicar qué se siente al tener un hermano mellizo. Supongo que si tienes hermanos podrás entenderlo; y si tienes un gemelo lo comprenderás perfectamente. Es el sentimiento más fuerte que he experimentado jamás, más incluso que el amor. Es una confianza ciega y total en que, pase lo que pase, tu otra mitad estará ahí para sostenerte cuando te fallen las fuerzas. Y también que siempre tendrás a alguien que se asegurará de que no llegues a rendirte.

He oído decir muchas cosas acerca de los hermanos gemelos. O de los mellizos, bueno, que es lo que somos nosotros. Mi hermano y yo nunca fuimos idénticos; solo extraordinariamente parecidos. Los dos nacimos con un espeso pelo negro y ondulado y ojos negros, además de una piel anormalmente morena para dos recién nacidos.

Además de eso, también nacimos medio muertos.

Supongo que no es plato de gusto para ningún padre en el mundo. Nacimos sietemesinos, el 17 de un marzo helador, y medio muertos los dos. Yo nací la primera, dando patadas como una endemoniada y de un color morado intenso, con el cordón umbilical enrollado alrededor del cuello. Mi hermano nació cuarenta minutos más tarde, tan morado como yo, frío e inmóvil. Dicen que yo no empecé a llorar como una desesperada hasta que mi hermano nació en aquel estado.

Pasamos en la incubadora los primeros días de nuestra vida, yo aullando como un animalillo salvaje, mi hermano conectado a una máquina que lo obligaba a respirar y con vías clavadas en sus diminutas manitas. Mientras yo iba recuperando poco a poco el color y el calor mi hermano luchaba por sobrevivir. Mi padre siempre cuenta cómo mis llantos mantenían despierto a todo el personal de la planta, cómo mis codos y rodillas aparecían completamente escariados por mi desesperación por acercarme a mi hermano cuando ni siquiera era capaz de mantener la cabeza erguida.

Mi madre no habla de esa época. Papá intenta tomárselo con un poco de humor, pintarnos como unos supervivientes, pero mamá nunca olvidará que estuvo a punto de ver morir a uno de sus hijos casi en el mismo momento de su nacimiento. Nunca habla de ello, pero en el tiempo en el que registraba su cuarto para saber más de su pasado, de mi pasado, encontré una foto de aquellos días en el cajón donde guarda la ropa interior. Una foto en la que aparecen nuestras incubadoras, con mi hermano cubierto de tubos y aún así vuelto hacia el lado derecho, hacia el lado donde estaba mi incubadora; y yo, con el pelo de punta y los codos y rodillas cubiertos de rozaduras, morena y diminuta pegada contra la pared izquierda de la incubadora.

Me dieron el alta tres días después de mi nacimiento; a mi hermano, casi dos semanas más tarde. En abril de aquel año mis padres ya tenían la casita del pueblo, una casa de tres habitaciones que en aquel entonces estaba aún a medio amueblar. En los recuerdos de mi infancia brillan las ventanas venecianas del salón, las camas donde dormíamos mi hermano y yo, el somier y el colchón que había en el cuarto de mis padres. La cocina de las baldosas blancas, con la mesa blanca donde tomábamos el desayuno y donde mis padres se las apañaron para meter dos tronas.

La Chica de LluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora