XII: De los motivos para traer las agujas de vuelta

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– Estás loca. ¿Por un desconocido? ¿Y si te pasa algo?

Victoria, a mi izquierda, me miraba como si hubiera perdido la cabeza. La preocupación era evidente en sus ojos; no en vano me conocía desde hacía ya un año y me había visto enfermar una y otra vez. Porque reconozco que yo soy enfermiza. Nunca llegaba a mucho, pero me ponía enferma con bastante facilidad. No estoy hablando de cosas graves, pero los catarros siempre han sido mi debilidad. Tengo la garganta muy delicada y la fiebre me sube rápido. Y cuando la fiebre me sube, una debilidad general se adueña de mí durante días. A veces semanas.

– No me va a pasar nada – respondí, tratando de no sonar estridente –. Estaré bien. Ni siquiera me van a operar. Será solo una aféresis. Además, aún no es seguro – suspiré porque ni siquiera yo misma estaba segura de si quería que fuera seguro o no –. El martes me hacen unas pruebas en Salamanca. Puede que ni siquiera les sirva.

Vic sacudió la cabeza, con un suspiro.

– ¿Y qué es la aféresis, exactamente?

– Pues... – vacilé, dudando. Victoria, que había sufrido un sinnúmero de enfermedades en su vida, que tenía una alergia casi patológica a los hospitales. ¿Cómo le iba a hablar a Vic de algo que me daba pánico incluso a mí, que me había ofrecido voluntaria a hacerlo? ¿Cómo lo iba a explicar sin que sonase demasiado duro, demasiado doloroso? –. A ver. Básicamente se tratará de tumbarme en una camilla un par de horas, y me pondrán dos agujas. Una en un brazo, por la que sacarán la sangre, que irá a una máquina, donde la centrifugarán para separar lo que necesitan, y otra en el otro, por donde me meterán de nuevo la sangre sin lo que el paciente necesita.

– ¿Qué es lo que necesita? – pregunto Victoria, con una seriedad casi impropia de ella.

– Precursores hematopoyéticos.

– ¿Y cómo te has aprendido esa palabreja? Suena a peli de serie B.

La sonrisa de Victoria bailaba en las comisuras, medio seria, medio traviesa. Siempre era así. No hacía preguntas, no te perseguía cuando estabas mal. No intentaba hacerte hablar de ello. Buscaba sacarte una sonrisa, hacerte reír. Si estabas nervioso, triste, alicaído o tenso, Victoria rodeaba cuidadosamente el origen del problema y buscaba el modo de hacerte olvidarlo.

Supongo que porque ella sabía de primera mano lo que era ser asediada por preguntas que en realidad no conducen a ninguna parte, salvo a recordar más directamente la causa de tu ansiedad.

He de confesar que a mí siempre me hizo sentir mejor que los continuos "¿Qué te pasa?" de los demás.

Así que le di un empujón suave mientras me reía entre dientes, y ella me lo devolvió, riéndose casi a carcajadas.

– ¡Ramos, Cántor! ¿Les importaría repetirme qué es un pidgin?

Respondí con la voz todo lo segura que pude. A mi derecha Victoria sacudía la cabeza, burlona, satisfecha de sí misma.

* * *

El lunes siguiente fue uno de los días más fríos que recuerdo. Había pasado la noche anterior en el piso de estudiantes donde vivía mi mellizo, con él y con un par de amigos suyos. Me trataron como a una reina, una reina que por canija durmió en el sofá. La excusa era obvia: "Eres la única que cabe ahí sin parecer un acordeón". Era cierto.

Mi mellizo y yo caminamos por las callejas de Salamanca ya de noche, disfrutando del aire helador de aquella noche de marzo. Yo estaba profundamente nerviosa, pero mi hermano siempre ha sido un experto en sacar leña de todas mis hogueras.

La Chica de LluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora