V: Del infierno

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Si pudiera borrar un año de mi vida, hacerlo desaparecer como si nunca hubiera existido, sin duda elegiría el que siguió a la declaración de Gabriel.

Mi mejor amigo no vivió ni siquiera un año después de aquel día. En diciembre me dijo que se moría y en julio la sentencia se cumplió. Fueron los siete meses más agónicos de mi vida y también los más cortos. No sé si podré explicarte cómo es pasar tiempo con alguien que se muere, a no ser que ya hayas pasado por esa situación. Como el tiempo parece ir demasiado lento y a la vez... a la vez se te escapa de entre los dedos como agua, como la vida de la persona a la que cuidas.

Gabriel se moría. Al principio no tenía dolores; su madre lo llevó al médico porque llevaba una temporada quejándose de un cansancio que no se iba por más que durmiera y sangraba por la nariz continuamente. La pobre mujer pensó que tal vez fuera algún tipo de anemia, pues su hijo llevaba tiempo perdiendo peso sin razón aparente.

Sí que era verdad que Gabriel estaba más delgado que antes, pero también había crecido casi diez centímetros en el último año. Mi madre solía decir que los chicos de su edad parecían potrillos, con los brazos y las piernas muy largos y sin saber muy bien cómo usarlos.

Bah. Perdóname. Solo digo estupideces. En realidad, lo que quiero decir es que ninguno lo vimos venir. Gabriel había aparentado estar sano y feliz hasta el momento en el que le diagnosticaron la leucemia y supongo que por eso lo descubrieron tarde. Demasiado tarde.

Recuerdo que el primer mes tras el diagnóstico fue de frenesí. La madre de Gabriel se vino abajo, incapaz de reaccionar, y fue su abuela la que tomó su lugar. La abuela de Gabriel se había negado a mantener relación con su hija desde que esta volvió al pueblo embarazada y sin marido, sin siquiera un hombre dispuesto a casarse con ella; pero cuando la vida de su nieto peligró la anciana renunció a todos sus prejuicios para tratar de salvar al niño al que jamás había dirigido siquiera una palabra. La sangre es más espesa que el agua, supongo.

Gabriel empezó la quimioterapia en enero. Creo que fue el peor regalo de Reyes que un niño haya tenido jamás.

– Luna, no va a importarte que no tenga pelo, ¿verdad?

Recuerdo que me lo preguntó ansioso, los ojos de plata ya rodeados por ojeras cárdenas como moratones, los huesos de los pómulos marcados bajo las mejillas.

Estaba a punto de cerrar la puerta del coche de su abuela, a punto de ir a su primera sesión de quimioterapia. Yo tenía once años, él iba a cumplir trece en cinco días. Trece años el trece de enero. Habíamos pensado que aquel iba a ser un cumpleaños especial.

– No seas idiota – repliqué, mientras le cogía la mano –. Mi padre es calvo como un huevo y no por eso le quiero menos, ¿a que no?

– Tu padre no es tan guapo como yo – replicó él, esbozando una débil sonrisa; un vestigio de su antiguo humor.

Por algún motivo, aquello volvió a romperme el corazón cuando creía que ya estaba destrozado. Sé que las lágrimas afloraron a mis ojos y supongo que él las vio. Abrió la boca y la cerró y yo le di un empujón y me metí en el coche a su lado. Su abuela, en el asiento delantero, se encogió de hombros.

– Si Monserrat se enfada conmigo asegúrate de decirle que fue cosa tuya, niña – dijo la anciana, pues el temperamento de mi madre era bien conocido en el pueblo.

– Mi madre no va a enfadarse por esto, señora – respondí, cogiendo la mano de Gabriel y apoyando la cabeza en el hueco de su cuello –. Nadie es tan guapo como tú, idiota – murmuré.

Gabriel me apartó para ponerse el cinturón de seguridad y yo le miré a la cara tratando de averiguar cómo estaba. Sonreía, con aquella sonrisa suya más levantada en una comisura que en la otra, los labios apretados, las cejas bajas. Lo conocía lo bastante para saber cuándo estaba conteniendo las lágrimas, así que miré por la ventanilla mientras me abrochaba el cinturón. Luego volví a cogerle la mano. Él apretó mis dedos entre los suyos como si de algún modo pudiéramos confundirnos en una misma persona y vivir o morir los dos juntos.

La Chica de LluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora