XVIII: De sentir

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Irlanda fue diferente.

Irlanda fue absolutamente diferente en absolutamente todos los sentidos, y quizá sea imposible describir con palabras hasta qué punto cambió mi visión del mundo y de la vida mi tiempo allí. Patrick Rothfuss escribió que si quieres conocerte a ti mismo has de viajar y tenía más razón de la que se puede entender simplemente al leerlo. Necesitas viajar para verlo por ti mismo.

Irlanda... creo que en realidad nunca he llegado a dejarla del todo. Una parte de mí sigue atrapada allí, en los amaneceres cuajados de rocío y las suaves colinas de esmeralda.

Quizá lo mejor sea romper el ritmo de la historia por un momento y... sí. Sí, será lo mejor. No hay ningún motivo en especial para hacerlo; simplemente, creo que será mejor así.

Conor fue lo más dulce y amargo que conocí en Irlanda. Tenía algo de poeta y algo de ladrón, mucho de pícaro y cara de ángel. Quizá sus ojos fueron lo que me condenó; unos ojos de un azul claro grisáceo, ojos profundos. Ojos exactos a los de Gabriel.

Sí, qué le voy a hacer. Incluso después de tanto tiempo, era una romántica. Siempre seré una romántica. ¿Qué tenía de malo dejarse ahogar en unos ojos del color del mar en las tormentas, vender el alma a un chico con sonrisa de ángel? En el fondo siempre quedará un poco de la adolescente kamikaze que se entregó a las botellas y los cigarrillos como vía de escape, sentada a la vez en el borde del abismo y en la cima del mundo. Un poco de ese afán autodestructivo en un sentido poético. Si es que tiene sentido.

Tropecé con él en un bar, en la celebración del cumpleaños de una amiga italiana, Gemma. Nunca estuvo muy claro que hacía allí; era amigo de un amigo de una de las chicas, o alguien lo había invitado porque no tenía nada que hacer en casa. O quizá fuera el compañero de piso de uno de los asistentes a la modesta fiesta.

En realidad, no importaba. Éramos un grupo pequeño, los estudiantes de Erasmus que solían salir juntos cada vez que tenían tiempo. Ser Erasmus significaba que tu tiempo estaba contado, que tarde o temprano ibas a volver a casa. Que ibas a desaparecer de las vidas de quienes te rodeaban para siempre. Y raros eran los irlandeses que se permitían olvidar eso.

Aquello me provocaba una melancolía que aún hoy me resulta difícil de explicar. Los lazos forjados entre los estudiantes internacionales eran fuertes y sinceros, pero los nativos de la isla, excepto tres deslumbrantes excepciones, solían evitar tener un contacto estrecho con nosotros.

Nos íbamos; nadie se permitía olvidar eso. Éramos criaturas con fecha de caducidad, pájaros frágiles destinados a desaparecer con la llegada del verano. Y sin embargo, nosotros teníamos tantas, tantas ganas de conocer a la gente de la bahía...

Por eso a nadie le importó que Conor se uniera a nosotros; es más, creo que todos le dimos la bienvenida con mucha ilusión. Era solo un poco más alto que yo, guapo, de sonrisa fácil y risa difícil. Callado la mayor parte del tiempo, con una voz ligeramente ronca pero a la vez dulce.

Aparte de unos ojos en los que quise ahogarme, tenía el pelo castaño claro y liso, salpicado de canas muy tenues en las sienes. Los pómulos eran altos, bien delineados, y la línea de la mandíbula suave pero masculina. Tenía los labios carnosos y cuando sonreía aparecían dos marcadas arrugas en las comisuras de su boca, como encerrándola entre paréntesis. Quizá tuviera la nariz un poco más grande de lo que sería bonito y decididamente un poco torcida hacia la derecha.

Para resumir, era llamativamente guapo. Estoy segura de que no fui la única en darse cuenta de eso; pero sí era la única española del grupo, y por algún motivo a Conor eso pareció interesarle.

La Chica de LluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora