VI: De los finales

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Después de aquella tarde de abril las cosas... no diré que fueran a peor. Ya no había nada que salvar. Le retiraron la quimioterapia en algún momento de mayo, cuando se hizo evidente que no servía de nada y que hacía más daño del que remediaba (no entendí lo que nos explicaron y nunca he preguntado, pero tenía algo que ver con la "neurotoxicidad" y con una insuficiencia renal). En junio su abuela se trasladó a vivir con su madre y con él y a finales de junio la madre de Gabriel volvió a desaparecer del pueblo, tal y como hiciera a finales de los ochenta.

– No me explico cómo esa fresca ha podido salir de mí – oí mascullar a la abuela de Gabriel en el mercadillo, cuando hablaba con algunas amigas –. Pero si algo puedo deciros es que ese niño sí es nieto mío.

Y la orgullosa mujer se desvivía por su nieto. Con el mismo encono con el que se había negado a mantener relación con su hija y con el niño que había traído de la ciudad ahora cuidaba de él, lo alimentaba, lo bañaba y se aseguraba de que su ropa estuviera siempre limpia. Incluso cuando los dedos de Gabriel se volvieron demasiado torpes para seguir tocando la flauta su abuela solía dejarla en la mesilla de noche, donde su nieto pudiera acariciarla cuando quisiera.

– Era de su abuelo, ¿sabes, niña? – me explicó la anciana una tarde de junio, y me sorprendió detectar una nota de profundo orgullo en su voz – Este chico es igualito que su abuelo. Un luchador hasta el final.

Hasta el final.

Me encantaría decir que Gabriel luchó hasta el final, pero creo que nunca podré decir eso. No sé en qué momento se rindió, pero no puedo culparlo. ¿Qué clase de chico de trece años sobreviviría a eso conservando la cordura? Si ni siquiera yo pude.

A la mitad de su camino empecé a perder los papeles. Me despertaba en mitad de la noche aterrorizada, preguntándome si seguiría vivo. Me metía en la cama de Eco y él me abrazaba y me repetía una y otra vez que si algo le pasaba a Gabriel su abuela me llamaría. Salía a correr cada vez que la ansiedad parecía a punto de devorarme. Corría hasta que no me quedaban fuerzas para más y notaba el sabor de la sangre en la boca. Dejé que el sol me abrasase la piel de la espalda porque no era justo que él sintiera dolor y yo no. Borré los archivos de todas las historias que había escrito con su ayuda, porque no tenía derecho a ellas si él no estaba bien.

Perdí la cabeza, prácticamente. No dormía, no comía, no podía centrarme en nada. A finales de junio todo era una agonía. Cuando fui consciente de que estaba esperando a que muriera me odié a mí misma y me odié incluso más cuando me di cuenta de que habíamos perdido la esperanza. Gabriel ya solo dormía y comía y lo segundo no lo hacía demasiado bien. Los dolores de los huesos eran tan atroces que le recetaron sedantes muy fuertes, y la quimioterapia le había provocado daños en los riñones.

Con trece años, Gabriel agonizaba como un anciano en su cama y yo ya no sabía qué hacer para remediarlo. Aquella fue la primera vez que la tristeza me impidió comer y me quedé tan delgada como si yo también estuviera enferma.

Intenté aguantar hasta el final. Incluso las últimas semanas fui a leerle a diario, aunque nunca volví a contarle ninguna de mis historias. No quería volver a hacerlo, no quería ver que ya era incapaz de criticarlas, de ayudarme a hacer algo mejor de ellas. Le leí nuestros favoritos una y otra vez. El Señor de los Anillos, ese libro que era para nosotros un símbolo de que por muy negras que sean las cosas, al final el bien siempre triunfa.

Al final todo sale bien.

A veces se dormía mientras yo leía y volvía a despertarse, pero siempre esbozaba una media sonrisa mientras yo estaba leyendo. Aquella sonrisa suya más levantada por una comisura que por la otra.

La Chica de LluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora