XX: De la dadora de vida

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Ewa prácticamente venía de otro mundo.

Yo creía que mi vida había sido complicada, creía que mis inicios habían sido difíciles. Creía que mis demonios eran demonios que cualquier otra persona no sabría llevar. Eso fue hasta el día que subí las escaleras del ático y encontré a Ewa sentada en una esquina de la cama, con su precioso pelo castaño revuelto y los ojos hundidos en unas profundas ojeras.

Aquellos iris tan azules parecían aún más intensos rodeados de rojo.

– ¿Qué ocurre? – pregunté, sentándome a su lado en la cama. Había olvidado por completo lo que iba a decirle, de lo cual deduzco que en realidad no tenía ninguna importancia. Además, nada tenía importancia si una persona tan luminosa como ella parecía tan triste – Ewa, ¿qué ha pasado?

Mi amiga sacudió la cabeza, cubriéndose la nariz con la mano.

– Mi... tengo un amigo... – balbuceó, y aquella fue la primera vez que vi a la políglota Ewa trabarse con un idioma – No sé...

– Respira, ¿vale? – dije, preguntándome cómo demonios iba a averiguar qué le pasaba si yo no dominaba bien el idioma y ella estaba demasiado aturdida para encontrar las palabras.

Sacudí la cabeza, me esforcé por sacarme de encima todas las reticencias y la abracé. No es que yo sea muy dada al contacto físico y además ella era... bueno, prácticamente alemana, ¿no? ¿Y no se supone que los alemanes son fríos? Por un momento temí que me apartase, pero me devolvió el abrazo y hundió la nariz en el hueco de mi cuello. Noté cierta humedad, pero no quise plantearme si eran lágrimas o algo más. Simplemente la dejé desahogarse hasta que estuvo lista para decir algo más.

Ewa era búlgara de nacimiento. Sus padres habían emigrado a Alemania siendo ella aún muy joven; cuando hablaban de aquello, solían contarle una anécdota en la cual su madre, embarazada de su hermano menor, tapaba los ojos de Ewa con una mano y se cubría el vientre con la otra mientras su padre apoyaba la espalda contra la puerta de la habitación del albergue para inmigrantes donde vivían y los dos veían con los ojos desorbitados cómo la mancha de sangre que se colaba por debajo de la madera se hacía más y más grande.

Supongo que Ewa no tuvo un comienzo prometedor en la vida; pero he aprendido que de los comienzos duros vienen las personas más fuertes. Ewa y sus hermanos son tres de las mejores personas de este mundo, y Ewa... Ewa fue, al fin, la hermana que yo nunca había tenido.

Era mayor que yo, apenas dos años; pero era la diferencia suficiente como para que su experiencia me hiciera más fácil guiarme por el mundo. Ewa era guapa; era valiente; era altruista; era decidida; era inteligente, desmesuradamente inteligente; era encantadora, risueña, callada las más veces, reservada pero aún así muy amigable. Yo era el derroche de energía, la persona que abría todas las conversaciones; pero Ewa era quien las mantenía, quien hacía que la gente se quedase.

Era valiente, y nunca podré llegar a transmitir hasta qué punto tenía coraje. Ewa no hacía nada a medias y creo que nunca la vi fallar. Si quería algo se dejaba la piel en ello; y demonios, cómo la admiraba yo.

No lo tuvo fácil. Sus padres dejaron el albergue para inmigrantes cuando su hermano menor estaba a punto de nacer y se mudaron a un pequeño apartamento, extremadamente humilde, en el peor barrio de la ciudad. Su padre consiguió hacer algo de dinero en algunos negocios y la situación de la familia mejoró hasta el punto en que pudieron permitirse una casa con jardín en las afueras de Stuttgart, en el sur de Alemania. El negocio fue bien hasta que el hombre intentó incluir a su hermano menor en la pequeña empresa; entonces la irresponsabilidad del hermano hizo que el negocio se derrumbase.

La Chica de LluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora