XIII: De los sacrificios

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Todos creemos que nuestros sacrificios son los mayores.

No importa desde qué punto de vista intentemos mirarlo; siempre lo veremos así. Tratamos de entender el dolor ajeno. Admiramos los sacrificios de los demás. Lamentamos sus pérdidas. Pero a la hora de la verdad, nada nos duele tanto como... nuestro propio dolor.

Mi sangre servía. Coincidía en cuatro de los parámetros con los del chico que esperaba una respuesta en algún lugar de España. Recuerdo que me temblaba el pulso cuando cogí el teléfono. Recuerdo que me daba tanto miedo ser compatible como no serlo. Recuerdo como ahora mismo las veces que me hicieron la misma pregunta.

– ¿Está usted segura de que quiere hacer esto?

– Sí.

Me temblaba el pulso cuando recogí las cajas con las inyecciones que habría de ponerme cada noche. Seis mil euros cada caja, doce mil euros en mi nevera. Con aquello podría pagarme la universidad durante años. Y aquello solo era una ínfima parte del valor de una vida.

– ¿Quieres que te ayude?

Era mi madre la que preguntaba; yo siempre negaba suavemente con la cabeza. No quería ayuda, necesitaba enfrentarme a todo aquello sola. A los recuerdos, a los amigos que se quedaron por el camino, a todo lo que, a la hora de la verdad, había sido mi adolescencia. Los años que definen quién eres, quién serás...

Yo no quería ser esa persona. Yo no quería ser la adolescente problemática y autodestructiva que se refugiaba en una fachada de impasibilidad... no quería ser aquella persona inmutable que dejaba que las cosas sucedieran en torno a ella sin afectarla, todo con tal de salvar la vida. Pero tampoco podía dejar de serlo. No del todo. Supongo que en realidad nunca puedes renunciar a ser quien eres.

Un par de noches antes de que la aféresis tuviera lugar me fui a dar un paseo yo sola. Era una gélida tarde de viernes. El frío y el aguanieve habían espantado a todos de las calles, me sentía como paseando por un mundo post apocalíptico. Y la situación me gustaba. Encajaba perfectamente con mi estado de ánimo.

Me sentía sola en el mundo. Sola frente al peso de mis propias decisiones, sola frente a todas mis pérdidas, sola frente a mis errores. Me dolía la cabeza, sobre los ojos; me dolía la garganta de contener las lágrimas, me dolían las manos de tanto apretar los puños. Dos días y tendría que hacerlo. Claro que quería hacerlo.

Pero a la vez me sentía como si estuviera engañando a todo el mundo. Toda la admiración, todas aquellas palabras de ánimo, las alabanzas. "Eres valiente", "desinteresada", "solidaria." Los elogios de los profesores cuando entregué los justificantes de las faltas de asistencia, el asombro de mis compañeros de clase.

¿Qué pensarían si supieran que hubo un tiempo en el que no sabía vivir sin una botella?

Casi sin quererlo encaminé mis pasos hacia un supermercado que conocía bien de los viejos tiempos. Al dueño no le importaba en absoluto que fuéramos menores de edad a la hora de vendernos la bebida, así que lo había frecuentado a menudo.

El hombre me saludó con un movimiento brusco de cabeza; dudo que me reconociera. Sin las ropas de gótica, el pintalabios negro, el flequillo blanco... la chica que entró en el local llevaba una chupa de cuero negra, sí, pero mis botas eran de cuero marrón, el pelo me caía en suaves ondas hasta la mitad de la espalda y llevaba unas gafas de pasta que casi chocaban con el gorro granate.

No, no había modo de que aquel tipo me reconociese. ¿Tal vez eso significaba que ya no era la misma persona?

Compré una botella de vodka barato, un mechero y un paquete de cigarros de la marca que solía fumar. Me alejé de allí en dirección a la zona del pueblo donde predominaban los rascacielos y fui contando portales. El tercero si entraba por la derecha, creía recordar.

La Chica de LluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora