IV: De cómo el chico de plata hizo nacer la magia

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Podría contarte un millón de anécdotas acerca de Gabriel y de mí. Gabriel fue la persona más importante de mi infancia y quizás incluso de mi adolescencia. Tal vez de toda mi vida. Puede que pienses que soy una persona egoísta, o una idiota. ¿Quién podría ser más importante que mi hermano mellizo? ¿No debería ser mi madre la persona más importante de mi infancia? Me parece que debería explicarte esto antes de seguir con la historia.

Quise muchísimo a Gabriel. Quiero muchísimo a Gabriel. Y quiero a mi hermano más que a nadie en el mundo y admiro a mi madre con todo mi corazón. Pero lo que intento explicar aquí no va de "querer". Primero, porque creo que el amor no es una magnitud cuantificable. No creo que realmente una madre pueda decir a cuál de sus hijos quiere más. Y si me dieran a elegir entre la vida de Gabriel y la de Eco, elegiría morir yo misma antes que dejar morir a uno de ellos. Pero no quise a Gabriel como quiero a Eco. Era una manera de querer muy diferente.

Y de cualquier modo... la importancia de Gabriel en mi vida no está basada en cuánto le quise o de qué modo, sino en cómo cambió mi modo de ser. En cómo cambió mi vida entera.

Yo era una niña... no tímida, pero sí reservada. Era introvertida. No me sentía incómoda en presencia de mucha gente, ni prefería la soledad a la compañía (aunque tampoco sentía la necesidad de estar rodeada de gente todo el tiempo, si he de ser sincera). Y en eso era muy diferente a mi hermano. Eco, por ejemplo, dijo desde pequeño que iba a ser director de cine. Cuando se le ocurría una idea me la contaba, y se la contaba a mis padres y a mis profesores. Muy seriecito siempre, siempre muy correcto y con las ideas muy claras.

Si yo tenía una idea, a veces se la contaba a Eco. Y a nadie más. Si estaba triste o nerviosa o sentía algo que no podía explicar... nunca sentí la necesidad de contárselo a nadie.

Me encantaba ser el centro de atención, me encantaba que todos notasen mi presencia y me admirasen por mi inteligencia y mi encanto. Era una niña insoportable, lo reconozco. Siempre decía lo que se me pasaba por la cabeza con una sinceridad aplastante, sin pensar mucho en las consecuencias. Pero nunca hablaba de nada que realmente importase. Si me sentía mal, como mucho se lo decía a Eco. Nunca sabré explicar por qué era así. Por qué soy así. Quizás sea un mecanismo de autodefensa. Quizás aún soy un animalillo salvaje, quizá no he evolucionado del todo. Quién sabe...

Y lo mismo pasaba con mis sueños. Nunca le dije a nadie que quería ser escritora, por más flagrante que fuera el hecho de que básicamente vivía en la biblioteca, que me pasaba las noches leyendo y llenando páginas y páginas con las historias más descabelladas. Era mi sueño. Solo mío. Y salvo Eco, nadie tenía derecho a saberlo.

Nadie, salvo Gabriel.

* * *

– Venga, déjame leerlo.

Teníamos... quizá siete, ocho años. Gabriel aún no tenía su flauta. Yo había pasado la tarde en la ribera, dejando que el sol de julio me tostase las pantorrillas y con la cabeza a la sombra de los álamos. No había ni siquiera un atisbo de brisa, solo el escaso frescor proveniente del río medio seco que corría despacio, casi perezoso.

– No, vete de aquí – respondí, un tanto ofendida. No había quedado con él aquel día, aquel día no quería ver a nadie. Había tenido una idea genial para una historia, una historia sobre una chica que era capaz de montar dragón. La chica estaba en una ciudad de jade en un mundo llamado Aldalomë. La ciudad se llamaba Zädar 'Nurk y estaba protegida por una mujer llamada Nardika y... una historia, nada más. Solo otra de tantas –. Estoy ocupada, ¿no lo ves?

– Claro que lo veo – replicó él, dejándose caer a mi lado en la hierba –. Llevas mucho rato escribiendo en ese cuaderno. Y he visto tus dibujos.

La Chica de LluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora