La caída de la Casa de Anar

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Los restos del ejército Anar se replegaron hacia el este al amparo de la noche, en dirección a las montañas, pero se toparon con el paso cortado por más regimientos druchii y se vieron obligados a torcer hacia el sur. Alith marchaba a trompicones junto a sus guerreros, demasiado espantado como para reflexionar sobre lo ocurrido y demasiado cansado como para barruntar lo que los depararía el futuro. Caminaba como un sonámbulo, poniendo un pie delante del otro por pura costumbre.

Los druchii les pisaban los talones y los lugartenientes de Alith decidieron variar el rumbo y dirigirse de nuevo hacia el oeste para refugiarse en el Pantano Oscuro. Permanecieron veintitrés días escondidos en la ciénaga; cada vez que oían el aleteo del dragón se dispersaban en busca de un escondite y sólo progresaban durante la noche. Finalmente, el contingente se disgregó; ya fuera en compañías o en solitario, los soldados trataron de escapar de sus perseguidores cada uno por su cuenta. Algunos guerreros desaparecieron en el pantano; otros continuaron hacia el sur y fueron capturados por los destacamentos druchii que patrullaban el curso del Naganath.

Los que permanecieron con Alith sobrevivieron, pero no gracias a la acción o la decisión del propio príncipe, quien se limitaba a seguir las instrucciones de otros elfos como Khillrallion y Tharion. Entre los soldados se propagó el rumor, no falto de fundamento, de que el príncipe había perdido el juicio. Alith vivía atormentado por un recuerdo que no podía sacarse de la cabeza: el cuerpo sin vida de su padre. Una y otra vez rememoraba el cadáver de Eothlir abatido por la pica de Kheranion, el hedor tóxico del aliento del dragón flotando en el aire, y la postrera y desesperada orden de su padre.

Los druchii se tomaron un respiro en la cacería y las tropas de Alith supervivientes enfilaron de nuevo hacia el este, en dirección a Elanardris. Todavía anduvieron otros dos días por los terrenos brumosos del pantano, exhaustos, hambrientos y desalentados. La noche del segundo día acamparon justo al sur de donde había tenido lugar el enfrentamiento con el ejército de Anlec; sin embargo, no hubo un solo soldado con el arrojo suficiente para vencer el miedo a lo que pudiera encontrar y aventurarse a explorar el campo de batalla.

Al amanecer los soldados advirtieron una columna de humo que se elevaba desde las montañas al este. No eran las típicas volutas deshilachadas de las hogueras de los campamentos, sino una densa nube negra que envolvía como una mortaja las estribaciones de las montañas. Espoleados por un mal presentimiento, Alith y su ejército apretaron el paso hacia el sol naciente.

Llegaron al primer pueblo pasto de las llamas justo antes del mediodía. Los muros encalados de los edificios estaban cubiertos de hollín y semiderruidos, y en el interior, se veían cadáveres carbonizados; al parecer, antes de prender fuego a las casas, los druchii habían encerrado en ellas a los habitantes de la aldea. Los soldados encontraban más cuerpos según avanzaban por la carretera, en este caso elfos mutilados de las maneras más espantosas. En los muros que cercaban los campos había pedazos de piel arrancada y de las ramas desnudas de los árboles colgaban guirnaldas confeccionadas con huesos y trozos de carne de elfo.

Nuevas atrocidades asaltaban a Alith según avanzaba. Sobre las piedras ennegrecidas de torres y graneros había cuerpos desnudos incrustados, y entre los tallos espinosos de los rosales habían colocado cabezas de niños como si fueran las horripilantes sustituías de las flores. Allá donde miraba Alith, veía símbolos de los cytharai pintarrajeados con sangre.

Los supervivientes de la batalla lloraban; algunos arrojaban las armas para acunar los restos de los seres queridos que iban encontrando, y otros abandonaban el contingente para regresar a sus hogares. Los guerreros de Alith desertaban a centenares, y él no hacía nada para impedírselo. Pedirles que se quedaran era como pedirles que dejaran de respirar.

A eso de la media tarde, Alith ya había colmado toda su capacidad para absorber las repugnantes escenas que aparecían ante él. El enajenamiento que arrastraba desde la muerte de su padre se había convertido en un vacío absoluto, y ya no era capaz de pensar ni de sentir nada. Simplemente, la vastedad de la masacre escapaba a cualquier intento de abarcarla y lo estrambótico de las atrocidades dificultaba su perduración en la memoria. Los campamentos de refugiados habían sido asaltados, y los cadáveres se acumulaban en montones enormes esparcidos por el campo. Algunos habían tenido una muerte rápida, pero la mayoría de los cuerpos presentaban señales de haber sufrido abusos brutales y de haber muerto en una lenta agonía por las heridas infligidas. Desde las montañas habían descendido nutridas bandadas de aves carroñeras que remontaron el vuelo en cuanto se acercaron los elfos, batiendo pesadamente las alas tras darse un atracón con el macabro banquete servido para su entero disfrute.

El Rey SombríoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora