Domesticando el lobo

55 0 0
                                    

Alith corría sin aliento por el bosque. Echó un vistazo por encima del hombro y vio que los guerreros que lo perseguían se agachaban para franquear las ramas y conducían sus monturas por el laberinto de árboles. Más de una docena de jinetes que patrullaban el territorio al sur del campamento druchii habían salido tras Alith después de que éste abatiera a su capitán. En las escarpadas pendientes a ambos lados de la hondonada arbolada resonaban los cascos de los caballos. Alith conducía a los druchii directamente a la manada de lobos.

El elfo hizo un esfuerzo final y torció a la izquierda para desaparecer de la vista de los caballeros; dio un brinco para encaramarse a una roca y de allí saltó al ramaje de un árbol con la agilidad de una ardilla. Se deslizó por una rama, se acuclilló junto al tronco y espió a los jinetes entre las hojas.

El primer druchii hizo una señal al grupo para que redujeran la marcha cuando llegaron a las inmediaciones del escondite de Alith, quien se estremeció de miedo cuando la exigua columna aflojó el paso y empezó a deambular debajo de él, examinando los árboles en busca de algún indicio de su presa.

—¡Alto! —bramó el cabecilla del grupo, alzando una mano—. Ha dejado de correr.

Alith contuvo la respiración, y el corazón empezó a martillearle el pecho. Examinó el suelo que pisaban los caballos, aunque sabía que no había dejado rastros de su carrera. También sabía que era bastante difícil que lo vieran en el árbol, pues se había embadurnado de barro y sangre la piel pálida, y si se mantenía inmóvil, prácticamente no se le distinguía de la corteza del árbol.

Cambió de postura muy lentamente y escrutó al líder de la columna, tratando de discernir qué sentido lo había puesto en alerta. Como el resto de los caballeros, llevaba una pesada armadura plateada y su caballo iba protegido por una ligera gualdrapa de malla y una capizana esmaltada en la que brillaba la runa de Anlec. Un yelmo alto de batalla le protegía la cabeza, engalanado con un penacho de largas plumas negras que se agitaba cada vez que el jinete giraba la cabeza. Pero había otro elemento en el casco, una cinta dorada que sujetaba una máscara que no vio hasta que el jinete se volvió por completo y clavó la mirada en él. Alith, contuvo un grito.

La máscara dorada representaba un rostro demacrado y contraído, con las mejillas angulosas y unos orificios para los ojos en forma de rombo. Pero no fue la expresión de ferocidad de la máscara de batalla lo que sobrecogió a Alith, sino lo que tenía acoplado. Justo encima de los orificios para los ojos había colocados un par de ojos azules, sujetos al yelmo por una redecilla tejida en fino hilo de oro; unos ojos reales que se movían con vida propia. Por los costados de la máscara se deslizaban unos finísimos regueros de sangre desde aquellos ojos, que se movían continuamente buscando algo, hasta que giraron al unísono hacia Alith y el jinete se enderezó en la silla como sobresaltándose.

Alith se quedó petrificado de la mirada sobrenatural de aquellos ojos mágicos. Estaba aterrado, pero no sólo por haber sido descubierto, sino también por los medios que habían empleado los druchii para dar con él.

—¡Ahí arriba! ¡En el árbol! —gritó el jinete, desenvainando la espada y apuntando hacia Alith.

Los baladros de los caballeros despertaron a Alith de su ensimismamiento, y el príncipe Anar utilizó una mano para trepar por las ramas de los árboles mientras con la otra se descolgaba de la espalda el arco de la luna. Sintió como le palpitaba el obsequio de Lileath en la mano al compás de los latidos de su corazón. Los gritos iracundos se alzaban hacia él mientras anclaba una flecha a la increíblemente delgada cuerda del arma y tiraba del astil del proyectil hallando la misma resistencia que si agitara la mano en el aire. Apuntó al caballero de la máscara y oyó que el arco le susurraba unas palabras confortadoras y de ánimo. Aunque apenas las distinguía —y dudaba de que aun oyéndolas con claridad entendiera el idioma en el que estaban pronunciadas— el tono tranquilizador, casi relajante, de la voz aquietó el temblor de sus manos.

El Rey SombríoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora