El sonido de los cuernos

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Aunque no les habían ligado las manos, Alith no tenía ninguna duda de que tanto él como sus compañeros naggarothi eran prisioneros de los ellyrianos. Habían cabalgado hacia el sur custodiados por un centenar de caballeros que los acribillaban continuamente con sus miradas recelosas. Los jinetes se habían llevado aparte a Anataris y a Durinithill, a pesar de las protestas y los berrinches de sus madres. Aunque era un acto cruel, Alith sabía que él hubiera hecho lo mismo.

Cinco días después de ser capturados, llegaron a Tor Elyr. Por levante, la luz vespertina reverberaba en el Mar Interior, cuyo oleaje rompía en la orilla de guijarros que se precipitaba en picado hasta el agua. Dos ríos resplandecientes —uno desde el norte y otro desde el este— discurrían serpenteando hasta el mar y convergían en la capital de Ellyrion.

La ciudad no se parecía a nada de lo que Alith había visto antes. Erigida en la confluencia de los ríos con el mar, Tor Elyr estaba constituida por una serie de islas inmensas, conectadas por unos puentes cuyos elegantes arcos estaban recubiertos de césped de tal modo que parecía que los prados nacían de manera espontánea y se extendían por el agua.

Las torres de los ellyrianos eran como estalagmitas de marfil; abiertas en su base circular, se elevaban altas en el cielo sobre columnas talladas y escaleras de caracol. No se veía ningún camino ni carretera pavimentado; todo era hierba, incluso la superficie en la que se asentaban las torres.

Caballos blancos se movían con total libertad de un lado a otro, aglutinados en caballadas que mordisqueaban el exuberante tapete de hierba o trotando por los puentes junto a sus compañeros elfos. En el agua cabeceaban embarcaciones blancas, cuyos mascarones de proa eran figuras de caballos con los arneses de oro y cuyas velas triangulares resplandecían al sol. Era tan diferente del sombrío Nagarythe como el día de la noche. Allí todo era cálido y luminoso, ni siquiera había una nube en el cielo, de un intenso color azul que teñía las aguas del Mar Interior.

Los naggarothi atrajeron las miradas de los ciudadanos mientras sus captores los conducían de isla en isla por las amplias y sinuosas avenidas de Tor Elyr. Los ellyrianos no eran muy comedidos a la hora de expresar su desaprobación, y por encima del murmullo de voces, se oían los insultos e improperios que dedicaban a Alith.

Finalmente, llegaron al gran palacio. Era la única construcción erigida en una isla en la desembocadura de los ríos, de mayores dimensiones que la mansión de Elanardris, aunque no tan grande como la ciudadela de Tor Anroc. Tenía la forma de un anfiteatro, con un jardín inmenso cercado por una muralla derruida y seis torres asentadas sobre centenares de pilares angostos. En el centro del jardín se levantaba abruptamente un collado con runas blancas dibujadas en la hierba y con una tarima circular construida en madera oscura y plata en la cima.

Sobre la plataforma se elevaban unos mástiles altísimos, rematados con crines de caballo, de los que colgaban los estandartes de las casas más importantes de Ellyrian; el azul, el blanco y el dorado ondeaban con la suave brisa. En el centro del estrado había dos tronos con los respaldos tallados en forma de caballo rampante y que parecían componer una pareja de baile. Los nobles de Ellyrion se congregaban repartidos por la tarima y las pendientes del collado, algunos de pie y otros a lomos de corceles que trotaban con altanería. Todos se volvieron a los recién llegados y los miraron con antipatía.

El trono de la derecha estaba vacío, salvo por una corona de plata depositada en el asiento. El otro estaba ocupado por la princesa Athielle. La visión de la princesa despertó en Alith unos sentimientos que había creído desaparecidos para siempre. Su cabellera se precipitaba por sus hombros y su pecho hasta la cintura en lustrosos tirabuzones dorados, con algunos mechones recogidos en trenzas tejidas con cintas con incrustaciones de rubíes. Llevaba un elegante vestido sin mangas azul claro, engalanado con oscuras rosas rojas y bordado con hilo de oro y más gemas rojas. Su piel tenía un tono dorado que resplandecía al sol.

El Rey SombríoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora