La llamada de Kurnous

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Alith siguió cabalgando varios días hacia el norte, reacio a regresar junto a sus naggarothi y con la necesidad de alejarse de Tor Elyr y, en última instancia, de Athielle. Marchaba sin prisa a lomos de su caballo. En otro tiempo se hubiera solazado con el sol que resplandecía en el cielo, la brisa fresca y las praderas agrestes. Ahora, sin embargo, ni siquiera las veía. Estaba absorto en una pugna interior por vislumbrar el fulgor de una certeza entre las tinieblas que poblaban su corazón.

Desde el mismo momento en que había partido de Tor Elyr había sabido que nunca regresaría a buscar a Athielle. Finudel tenía razón, allí no tenía futuro; no había futuro al lado de Athielle. Al otro lado de las montañas, Elanardris era un montón de escombros carbonizados; su familia había sido exterminada y su pueblo masacrado u obligado a emigrar. No le quedaba nada a lo que aferrarse, nada de lo que sacar fuerzas. Como una hoja arrastrada por las aguas turbulentas de un río, Alith se dejaba llevar por una corriente de violencia y luchas, incapaz de elegir el curso ni el destino.

Alith cabalgó un día tras otro guiado únicamente por el capricho. Cazaba conejos y venados en las llanuras y permanecía alejado de las montañas; un paraje tan similar a Elanardris y que, sin embargo, no era su hogar milenario.

A veces viajaba de noche y no dormía; otras veces, deambulaba días enteros, dedicándose a la pesca y a la caza, sin avanzar al norte ni regresar al sur. No llevaba la cuenta de los amaneceres ni de los anocheceres; había perdido la noción del tiempo y no recordaba las jornadas que habían pasado desde que había abandonado Tor Elyr. Tampoco importaba.

Una tarde de cielo raso divisó un bosque extenso al nordeste y viró su montura en esa dirección. Siguió el contorno de los Annulii y enfiló hacia Averlorn, reino de la Reina Eterna.

Los árboles de Averlorn eran altos y ancestrales; crecían en la ribera opuesta del sinuoso río Arduil, que marcaba la frontera con Ellyrion. En el margen suroeste el terreno ascendía hasta las llanuras y las praderas del reino de los caballos, y la tupida masa del follaje de la arboleda ocultaba por completo la línea del horizonte; las cumbres de las montañas apenas se atisbaban más allá del extenso manto de hojas.

Alith detuvo su montura en la orilla del río y contempló el bosque penumbroso al otro lado de las aguas cristalinas. Pájaros de vivos colores revolteaban entre las ramas y emitían sonidos y ululatos estridentes sumamente desagradables. El suelo estaba poblado por criaturas peludas que olisqueaban la tierra en busca de raíces y bayas, y abejas del tamaño del pulgar de Alith recorrían zumbando las últimas flores que moteaban los árboles.

Alith se sumió en la melancolía; no era un sentimiento tan punzante como la depresión que lo asaltaba a menudo desde la batalla del Pantano Oscuro. No había amargura en su ánimo, más bien un hastío que le procuraba el mustio paisaje que se desplegaba al otro lado del río. Averlorn no era un territorio luminoso ni tampoco lóbrego; era lo que era, sin más. Aunque un aire fresco peinaba las llanuras que se extendían a su espalda, las ramas de los árboles de Averlorn permanecían quietas, estáticas y en silencio; las sombras se habían instalado allí para la eternidad.

Algunos filósofos se referían a Averlorn como la cuna de los elfos y el corazón espiritual de Ulthuan, bendecido por Isha y dominio de la Reina Eterna. Alith no albergaba ningún deseo de conocer a la misteriosa dama de Averlorn. Ya había tenido suficientes príncipes y reyes en su vida últimamente. Los caprichos del destino lo habían conducido hasta allí, hasta los límites de Ellyrion; sin embargo, no sentía ninguna inclinación por alejarse aún más. Del mismo modo que tampoco le apetecía volver sobre sus pasos, pues al sur sólo lo aguardaban conflictos y la presencia perturbadora de Athielle.

Pasó el resto de la tarde sentado, contemplando el bosque y los cambios que experimentaba a medida que el sol descendía por poniente. Las sombras se alargaban y la penumbra se hacía más profunda. A la luz del crepúsculo brillaban en la oscuridad los ojos de las fieras que miraban detenidamente al joven Anar. Las aves diurnas guardaban silencio posadas en los árboles, y sus chillidos habían cedido su lugar a los sonidos fantasmagóricos de los búhos y los chotacabras. La maleza cobraba vida con la visita de multitud de animalitos: ratones, musarañas y otras criaturas que se aventuraban por la superficie del bosque al amparo de la oscuridad.

El Rey SombríoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora