Capítulo 1

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Nada sucedió de repente -dijo mi madre.

    Primero tuvo olvidos muy tontos, como no saber dónde había dejado las gafas, no encontrar el par de zapatos que iba a ponerse en la noche, o elegir y ponerse un zapato negro y otro amarillo. Ella, que había sido tan elegante y austera, decían mis padres,se vestía con blusas de un color escandaloso, y ese color no combinaba con una falda discreta.

En fin, cosas de esas.

-Olvidos sin importancia -decía mi madre.

-Nada grave -añadía mi padre.

Se levantaba de buen humor, saludaba de beso a todo el mundo y decía que hacía un día espléndido.

Usaba mucho esta palabra: espléndido. Todo lo bueno y agradable a su vista era espléndido. Recordaba haberle oído esa palabra hacía mucho tiempo. Desde ese día se me grabó en la memoria.

Estábamos en su casa de campo, como lo hacíamos casi todos los fines de semana. La noche anterior le había prometido que la acompañaría a su paseo de cada mañana y ella me había pedido que fuera puntual.

-Te espero vestida y lista a las seis y media de la mañana -me dijo-. En el camino, desayunamos con frutas.

Así que a las seis y media de la mañana del día siguiente, allí estaba yo, lista para dar mi primer paseo con la abuela.

Caminamos entre los árboles, pisando las hojas todavía húmedas.

-Las moja el rocío de la madrugada -dijo.

Sostenía con la mano un palo rústico, a manera de bastón. Lo apoyaba en el suelo y removía las hojas del suelo, como si las seleccionara entre las que seguían intactas y las que se estaban pudriendo entre el lodo y los gusanos de tierra. Se detenía a cada momento. Removía las hojas como si buscara alguna sorpresa en el montón.

-¿No te da miedo que salte de las hojas una culebra?

-le pregunté intrigada.

-¿Me quieres meter miedo?

Me dijo que el palo le servía para medir la consistencia del suelo y, cómo no, para saber si había pequeñas culebras escondidas entre las hojas secas y mojadas.
-¿Encontraste alguna vez una culebra?

-¿Una vez? -se preguntó-. ¡Muchas veces! Si uno las ve enroscadas en un árbol o deslizándose por el suelo, lo mejor es quedarse quieta y dejarlas pasar.

A veces una las ve cruzar el camino, como si huyeran de los humanos.

-¿Y con una serpiente?

-¿Una serpiente? -se quedó dudando-. Sí, pero en las selvas del Pacífico. ¡Era así de grande! -dijo extendiendo los brazos-. Pero nos dejó pasar de largo como si fuéramos una visita.

Yo no sabía ni me interesaba saber si la abuela había estado alguna vez en las selvas del Pacífico. La imaginaba abriéndose camino en medio de árboles gigantescos, atravesando en canoa pantanos plagados de fieras, espantando a los mosquitos y durmiendo en chozas de indígenas en las cabeceras de los ríos.

-Yo saldría corriendo -le respondí, haciendo un gesto de pánico.
-¡Cómo es de espléndida la naturaleza! -exclamó, agarrándome del brazo.

Me señaló las hojas húmedas y me dijo que al pudrirse encima de la tierra permitían que la naturaleza siguiera viviendo con lo que moría. En verdad, nada moría, añadió. Lo que parecía haber muerto servía para dar vida de nuevo. Removía la tierra y señalaba los gusanos que sobresalían entre yerbajos podridos. También los gusanos daban vida.
La abuela se detenía frente a los árboles y decía sus nombres en voz alta. Me llamó la atención la manera como pronunciaba esos nombres y el cariño que ponía al acariciar sus cortezas o deslizar la mano por las hojas. Era como si los árboles fueran sus más viejos amigos. Apartaba con cuidado las ramas de los arbustos que crecían a ambos lados del camino.

En la laguna más profunda.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora