A veces retrocedemos. Escapamos. Huimos de nuevo hacia el ayer, porque dejamos pendientes varios abrazos que dar, o es que quizás nos estamos precipitando a ser vacíos, sin más. A ser el hueco que alguien hizo cuando nos disparó y no supimos detener la bala sino quedándonos muy quietos, esperando la herida. Pienso que la mayor parte de nuestra vida nos la hemos pasado persiguiendo un ojalá que no es nuestro. Y quizá por eso es que nos rompemos cuando reímos, cuando anochece, cuando ya nadie queda para decirle lo jodida que es la vida. Porque, a veces, sólo hace falta que alguien esté cuando el mundo se ha apagado por completo y solamente queda la sensación de que somos algo que nadie quiere sentir. Y que luego nadie vendrá a curarnos la mirada de tanta tristeza que abrazamos desde las raíces, porque, a mí, para ser exacto, una noche alguien me hizo temblar tanto que no pude evitar que mis cimientos quedaran agrietados. Y ahora soy un ir y venir constante en una ciudad que no sabe de afecto, ni en lo más mínimo de la palabra. Porque se han acostumbrado demasiado a estar solos, y no digo que esto sea malo, pero es que llega un punto en nuestra vida en el que nos cansamos de convivir siempre con nosotros mismos y queremos que alguien más venga a compartir con nosotros el lado salvaje de experimentar cosas nuevas. Porque muchas veces tendrás que caer, y esa caída solamente significará alguien. Y también para ese alguien podrías significar su mayor caída.