Y me miras.
Me miras porque soy un desastre.
Un desastre que no pasa desapercibido por tantos daños.
Y, de pronto, tu sonrisa se adhiere a mis heridas,
en busca de sanación de las mismas,
y ellas no hacen otra cosa que dejarse lamer por la ilusión
y la esperanza otra vez.
Otra vez las cicatrices vuelven a abrirse
sólo para que tú entres
y le des paso continuo de tu vida en la mía.
A veces pienso que vivir es muy parecido a un ascensor,
vas ascendiendo o descendiendo.
Y mientras tanto,
te limitas a mirar,
a quedarte en silencio,
a ver al otro de reojo,
a esperar mientras llegas,
a precipitarte,
a coger vértigo.
A veces me siento como esa canción olvidada,
como los restos del dolor convertidos en arte,
como ese libro que jamás llegarás a leer
porque nadie te lo recomienda.
Ya decides tú que es porque no es bueno
o porque no quiere compartirlo contigo.
En más de alguna línea ajena he visto arder mi infierno,
no sabes lo bonito que llega a ser leerte a ti mismo
en el fuego de otro.
Bonito o terrible.
A veces me siento el blanco perfecto
de una bala que no busca herirme,
pero que consigue hacerme un hueco
donde cualquiera puede entrar y salir
cuando
y
donde quiera.
Ya sabrás tú de las causas perdidas,
de las mariposas muertas en el estómago,
de la última esperanza que envejece mientras espera
algo que la mente le grita: "ve a por ello,
jamás llegará de esta forma".
Algunas bocas brillan mientras sonríen,
mientras besan,
o mientras callan.
Y comprender que sonreír, besar y callar
es la mejor forma de dar a por culo a la vida.