Ella.

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  Ella era un para siempre y se rompió como todas las promesas.
Dejó sus cenizas en las manos incorrectas
y por eso la destrozaron,
soplaron
y se fue dividiendo
en mil millones de partículas.
El viento se la llevó,
jamás se supo nada desde entonces.

Sólo se habla sobre el mito de su enamoramiento,
de su caída en aquel precipicio que llevaba nombre y apellido,
a quien le ponía una sonrisa en esa boca que era su abismo favorito,
a quien le destrozaba las pestañas y luego las besaba.
Y qué bonito.
Qué bonito fue verla así,
sufriendo por amor,
en su caída en picada,
como ella decía.

Ni los kilómetros
ni el asfalto
serán testigos de mi olvido,
me recordarás
aunque yo haya cerrado los ojos,
le decía mientras se acurrucaba para darle un beso.

Yo sólo buscaba a alguien como tú
para drogarme,
matarme
y hacerme polvo.

Algunas noches caía rendida en la cama,
otras, era la cama quien caída rendida a sus pies,
como una diosa griega.

Era particular,
pero llevaba unos ojos fuera de este mundo.
Qué magia le cabía en la boca,
el truco lo llevaba escondido en la sonrisa,
por eso siempre que me sonreía
encontraba el manual de cómo ser feliz.

Quería que fuese feliz,
pero no sin ella.
No iba a ser lo suficientemente idiota
como para no ser mi canción favorita,
como para dejar que bailara con otra
y ella no fuese mi único desgaste de pies.

Corazón, no ves que estas ruinas
son por culpa tuya —le digo al corazón.

Déjame en paz, —me contesta él mientras
pone sus ojos sobre ella —
voy a intentarlo una vez más.


Se rompió un día
mientras caminaba al Nirvana.
Y su sonrisa permanecía intacta
como permanecen los corazones
cuando vuelven a amar,
es decir, rotos.
Fui espectador de su fuego
y de cómo se apagaba
como
una
vela.   

Inviernos Rotos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora