Posdata.

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  Voy a decirte lo que nunca te dije, a destiempo. Perdona, de antemano, si ya no te importa o si estás con alguien más cuando leas esto. Pero como sabes muy bien: siempre fui el chico de los demasiado tarde.

Quiero empezar diciéndote que la primera vez que te vi, supe exactamente lo que por años había buscado, pero que por cobarde no quise abrir los ojos hasta que te vi pasar unas veinte veces frente a mí. Y solamente me limitaba a sonreírte y a pensar en lo bonita que eras cuando llevabas los cascos puestos, y suponía que imaginabas que eras la protagonista de alguna novela ficticia en tu cabeza. Y lo bonita que te veías todo el tiempo, porque al principio te idealicé: supuse cómo era tu voz cuando estás rota o tu mirada cuando el mundo se te cae en mil pedazos.

Pensaba en ti el mismo tiempo que tú no pensabas en mí. Gastaba la mayor parte de mis horas en escribirte algún que otro escrito y luego lo abrazaba como si de verdad se tratase de tu alma, de tu piel. Quizás ni siquiera te lo imaginabas, pero tu sonrisa era como una estrella inalcanzable, como una verdadera e irreal utopía. Y las utopías, siempre, siempre terminan doliendo.

Me doliste tanto como llegué a quererte. Porque el amor al igual que las heridas, ya sabes aquello de que hay que tener cojones para enamorarte y que quizás no sea correspondido tu amor de la forma en que tú mereces. Porque es terrible la idea de aceptar un amor que no está a la altura del nuestro. Como iba escribiendo, el tuyo sí lo fue. Y cómo no serlo, si los latidos del corazón nunca mienten. Y ellos hablaron por nosotros todas las veces que tuvimos la oportunidad de abrazarnos y sentir que éramos una sola y muy herida piel.

Cuando te acariciaba las heridas pensaba en lo bonito que sonreías para lo rota que estabas. Y te mantenías a pie del cañón, porque jamás fuiste de las que se rinden fácilmente, pero que, a veces —me decías—, hay que saber rendirse en un abrazo y que eso también sabe a victoria. Y jamás me pasó por la cabeza que la gloria a la que te referías, podía curar tanto un corazón roto. Un abrazo hace eso.

Lo segundo que quiero decirte, independientemente si has llegado hasta este punto —y espero que sí—, es que lo siento. Siento mucho haberte arruinado las mejores vistas que te prometía el paisaje. ¿Y sabes? Fueron caminos distintos los que nos deparó el destino en ese preciso instante en el que el horizonte se dividió en dos. Siento tanto haberte destrozado más de lo que ya estabas antes de mí, perdón por haber sido esa tormenta que no cala, pero duele.

La vida se torna oscura —más oscura en mi caso— cuando eres el protagonista de una herida más en la piel del otro. Y tienes que seguir latiendo a través del dolor. Y no en su sonrisa.

Joder, chica. Cómo olvidar las veces en las que me llamabas y te soltabas en llanto al otro lado del móvil. Y yo no podía hacer absolutamente nada, excepto salir a buscarte. Y abrazarte fuerte y poner tu canción favorita en el coche, mientras conducía a un lugar alejado de la ciudad, donde podías gritar a todo pulmón sin que nadie te preguntara que qué te pasaba. Porque odiabas las explicaciones, mucho más si se trataba sobre tu estado de ánimo, detestabas compartir con el resto lo que te consumía, pero siempre fuiste de ir regalando sonrisas —fuiste muy generosa en ese aspecto—, pero debiste saber que hay veces en el camino en las que tienes que detenerte, tomar un respiro, llorar si es necesario y seguir andando como lo has venido haciendo todo este tiempo. Porque no todo tiempo es tiempo de andar, hay tiempo para descansar y respirar. Hay momentos para ser guerrero y momentos para ser refugio.

Y lo último que quiero decirte es que, si un día encuentras a alguien más, por favor, dale una oportunidad. Jamás pases del amor, porque él es quien nos hace sentir cosas bonitas, incluso cuando nosotros somos un desastre sin causa ni efecto. Y que, ojalá, pienses en mí cuando, andando y buscando, escuches nuestra canción en la radio. Ojalá pienses en mí cuando alguien lleve puesta la misma colonia que uso yo; cuando alguien más diga alguna tontería sin sentido como cuando trataba de hacerte reír porque ya estábamos cansados de tanta tristeza; cuando en algún atardecer pienses en todas las locuras y caídas que sufrimos por haber sido valientes. Valientes, eso fuimos. Y, al final, acertamos en aquello del amor que merecemos.

Recuérdame como el chico de los demasiado tarde, pero que perdía el tren de vuelta a casa por quedarse un rato más contigo.

Posdata: Nunca me olvides, nunca nos olvides.   

Inviernos Rotos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora