Porque contigo aprendí a ser fuerte, a no dejarme en la primera vez, sino ir por mucho más, porque merezco más que los restos de lo que otros han dejado en el camino. Me enseñaste que no debo conformarme sino reformarme cada que tengo la oportunidad de hacerlo, de izar mi bandera aunque el día se manifieste triste y opaco.
Porque contigo supe lo que era amor, no de ese de palabras y jugueteos, sino de aquel intenso y letal; porque, —decías—, el amor para ser bueno tiene que tener dos caras totalmente opuestas, porque se hace una idea errónea desde el momento en el que nos interesa saber más los conceptos que sentir en carne propia los sentimientos. Si hay que amar, hay que amar en las buenas y en las malas, quiero decir, es necesario aceptar tal cual el otro es, porque nadie es santo ni demonio.
Porque contigo hablé por primera vez de las cosas que me dolían y nadie, absolutamente nadie, descifraba lo que mi mirada gritaba a los atardeceres, porque siempre fui, como te dije desde un principio, el chico que cuando encuentra algo con lo que se identifica: va, lo abraza y lo rompe. Bueno, nos rompemos.
Porque contigo todo lo extraordinario me pareció tan normal que me dio tanto miedo ir a por ello, porque me hiciste ver las esencia de las pequeñas cosas, de lo importante que es saber que en el mundo no se van a encontrar dos personas iguales, porque cada uno de nosotros tenemos algo que nos hace únicos. Y al hacernos únicos nos hace perfectos para alguien que busca refugio.
Porque contigo sentí a flor de piel lo que era tener un corazón roto y no un corazón grietado. Siempre había pensado que lo tenía tan roto que era prácticamente imposible volverlo a armar, porque ciertas partes, —pensaba—, se las habían llevado hace mucho. Y no, en realidad, estaba con tantas grietas por las cuales cualquiera podía colarse o huir. Y a mí siempre me aterrorizó más la idea de tener un corazón grietado, porque es aquel que se resiste a romperse, que llega un punto en el que se rompe con toda la brutalidad inexistente.
Porque contigo empecé a desnudarme tal cual era, sin miedo, ni inseguridades, ni siquiera ya el pasado me veía como si tratase de impedir que construyera algo bonito donde me encontraba.
Porque contigo las fotografías pasaron a segundo plano y desde entonces, cuando estoy contigo, pierdo la noción del tiempo. Me olvido de lo que un día ardió en mi piel, de lo que grietó el corazón, de lo que hizo que fuera la persona que soy. No es fácil decir ni enorgullecerse por ello, pero tú me enseñaste que debo de levantar la cabeza siempre que hablo del que un día fui, porque, al final y al cabo, es lo que forjó para que ya no siguiera haciendo las cosas de la misma forma, a tratar igual a como me tratan, a no dejar mis ojeras en las noches equivocadas ni mi vida en los lugares donde sólo se habla de soledad.
Porque contigo el cero empezó a tener valor. Y mira que eso va contra todas las reglas matemáticas. Y es que me niego a contarle a los demás de la vez en que me hiciste violar las leyes del universo