Vuelves, porque jamás te has ido. Porque quien se va una vez, no vuelve diez. Déjame decirte que, hoy por la mañana, he despertado y he visto tu reflejo en otros espejos que no era el mío.
Te he visto desnuda y he visto cómo los demonios arraigaban desde el suelo, tratando de balancearse desde tus hombros.
Pero qué perdido estaba ante un cataclismo como el tuyo. A día de hoy no he podido superarte, calar mis noches con una fotografía tuya y me he repetido a mí mismo que mañana, sí, mañana, volveré a pisar el mismo suelo que tú.
Creo que he encontrado la respuesta a la incógnita que rodeaba mi vida: tú. Has sido mi pregunta y también mi respuesta. Vaya sorpresas que me da la vida.
Maldito destino que se interpuso entre los dos para ir sonando, poco a poco, a individualismo. A ese conformismo de lo que pudimos ser y no supimos o no quisimos ser. A esa enfermedad crónica que separa dos cuerpos para forjarlos a ser y a latir como una única orquesta.
Hacía paracaidismo desde tus pestañas, porque para mí no cabía más cielo que en tus ojos. Ese universo colateral e inexplicable que llevas incrustado en las pupilas está irremediablemente roto. Y es que estando rota estás más guapa. No sé si logro explicarme del todo, puesto que tú eres una de esas chicas que, por más que intentes explicarlas, no puedes. O quizá no quieres hacerle saber al mundo que chicas como ella existen y laten en los corazones menos pensados.
Te llevas entre manos el amor que tanto nos dio de qué vivir. Ya nos contarán las consecuencias de haber roto lo nuestro. Y presiento que nos dolerá hasta la clavícula, porque hay dolores que no se van, así tengas una sobredosis de ibuprofeno.
Con perdón, me despido. Fue un placer habernos hecho daño irremediable y mutuamente, pero jamás olvides lo bonito que sonreíamos cuando por artes del destino, a lo nuestro, lo llamábamos casualidad.