El día que todo cambió fue ayer.
Ese cosquilleo en el cerebro me obligó a levantarme. Y así lo hice. Me dijo que me pusiera los zapatos y cogiera una mochila pequeña con lo imprescindible. Y así lo hice.
No tenía lógica ni finalidad alguna, salvo que sabía que tenía que hacer algo más que lo que estaba haciendo o no conseguiría salir de ésa. O acabaría como mi padre.
Siempre creí que la depresión estaba sobrevalorada; la gente usa la palabra indiscriminadamente (como esa palabra que empieza por A y no pienso volver a decirle a un tío en toda mi vida). Cuando estaba en el instituto las chicas solían hablar de lo «deprimidas» que estaban y de que sus madres las llevaban al psiquiatra para que las medicara, y luego se juntaban para ver qué pastillas tomaba cada una. Para mí, depresión equivalía a tres palabras: tristeza, tristeza, tristeza. Veía esos anuncios estúpidos con esos personajes como de dibujos animados que iban por ahí con cara mustia y una nube negra que descargaba continuamente lluvia sobre su cabeza y pensaba que con lo de la depresión cargan pero bien las tintas. Lo siento por la gente. Siempre lo he sentido. No me gusta ver que alguien lo pasa mal, pero reconozco que cada vez que oigo a alguien jugar la baza de la depresión revuelvo los ojos y me desentiendo.
No tenía la menor idea de que la depresión fuera una enfermedad grave.
Esas chicas del instituto no sabían lo que es de verdad estar deprimido.
No es solamente tristeza. Lo cierto es que la tristeza no tiene mucho que ver con ella. La depresión es dolor en su forma más pura, y yo haría lo que fuera por poder volver a sentir una emoción. Alguna, la que fuera. El dolor duele, pero cuando el dolor es tan intenso que ya no puedes sentir nada más es cuando empiezas a tener la sensación de que te estás volviendo un demente.
Me preocupa un montón que la última vez que lloré fue aquel día en el instituto en el que me enteré de que Sebastian había muerto en el accidente. Lloré en brazos de Finn. De Finn, precisamente.
Pero ésa fue la última vez que derramé una lágrima, y de eso hace ya algo más de un año.
Después ya no fui capaz. No lloré ni cuando mi padre e Isabel se divorciaron ni cuando condenaron a Cole, ni cuando a Finn se le vio el plumero, ni cuando Rachel me dio la puñalada por la espalda. No paro de pensar que un día de éstos me derrumbaré y me cogeré una buena llorera con la cara enterrada en la almohada. Que vomitaré de tanto llorar.
Pero ese día nunca llega, y yo sigo sin sentir nada.
Salvo esta sensación de romper con todo. Ese cosquilleo, aunque vago y parco, me obliga a obedecerlo. No sé por qué, no puedo explicarlo, pero está ahí y no puedo evitar hacerle caso.
Pasé la mayor parte de la noche en la estación de autobuses, esperando que el cosquilleo me dijera qué hacer.
Entonces me acerqué a la ventanilla.
—¿En qué puedo ayudarte? —dijo la mujer con cara inexpresiva.
Lo pensé un segundo y repuse:
—Voy a ver a mi hermana a Idaho, acaba de tener un niño.
Ella me miró con cara rara y, lo admito, sonó raro. No tengo ninguna hermana y no he ido nunca a Idaho, pero fue la primera mentira que se me ocurrió. Y la mujer se estaba comiendo una patata asada.
Se veía detrás de la ventanilla, en un recipiente grasiento de aluminio con crema agria. Así que Idaho fue el primer estado que me vino a la cabeza. La verdad es que da lo mismo el sitio que elija, porque me da igual.
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Nadie como tú.
RomanceKurt tiene veinte años. Ahora que ha acabado sus estudios, está a punto de entrar en una nueva etapa de su vida. Le espera un trabajo, la ciudad y compartir piso con su mejor amiga Rachel. A veces duda de que esto sea lo que realmente quiere hacer...