1
Rachel lleva los últimos diez minutos retorciéndose el mismo mechón de pelo y está empezando a sacarme de quicio. Meneo la cabeza y me acerco el caffé late con hielo, situando estratégicamente los labios en la pajita. Rachel está sentada enfrente de mí con los codos apoyados en la mesita redonda, la barbilla en una mano.
—Está buenísimo —asegura mientras clava la vista en el chico que acaba de ponerse a la cola—. En serio, Kurtie, míralo, anda.
Revuelvo los ojos y bebo otro sorbo.
—Rach—respondo dejando el café sobre la mesa—, tienes novio, ¿cuántas veces tengo que recordártelo?
Y ella me suelta, bromeando:
— ¿Qué eres?, ¿mi madre?
Pero es incapaz de prestarme atención por mucho tiempo, no mientras ese monumento andante está en la caja pidiendo café y donas.
—Además, a Finn no le importa que mire: siempre que me baje al pilón todas las noches no dice nada.
Suelto una carcajada y me pongo roja.
— ¡Ajá! ¿Lo ves? — dice con una sonrisa de oreja a oreja—. Te he hecho reír. —Mete la mano en el bolsito color púrpura, saca su móvil y abre las notas—. Esto lo tengo que apuntar: sábado, 15 de junio. —Desliza el dedo por la pantalla—. 13.54 horas, Kurt Hummel se ha reído con una de mis bromas cochinas. —Después guarda de nuevo el teléfono en el bolso y me echa una de esas miradas pensativas que me dirige siempre que se pone en plan psicóloga—. Sólo mira una vez —me pide, ya en serio.
Sólo para que me deje en paz, ladeo la cabeza con disimulo para echarle una ojeada al chico, que se aleja de la caja y se dirige al otro extremo del mostrador, donde retira su bebida. Alto, pómulos perfectos, ojos verdes de modelo, hipnóticos, y pelo castaño de punta.
—Sí —admito, centrándome de nuevo en Rachel—, está muy bueno, ¿y?
Ella no puede evitar seguirlo con la mirada cuando sale por la puerta de cristal de doble hoja y pasa por delante de las ventanas antes de hacerme caso y contestarme:
—Por-fa-vor —dice, los ojos como platos y sin dar crédito.
—Sólo es un chico, Rach. —Mis labios vuelven a la pajita—. Es como si llevaras en la frente un letrero que dijera «obsesa». Eres una obsesa en toda regla, sólo te falta babear.
— ¿Es coña? —Su expresión pasa a ser de horror absoluto—. Kurt, tienes un problema gordo.
Lo sabes, ¿no? —Apoya la espalda en el respaldo de la silla—. Tienes que subir la dosis de la medicación. En serio.
—Dejé de tomarla en abril.
— ¿Qué? ¿Por qué?
—Porque es absurdo. —Lo digo como si tal cosa—. No soy una suicida, así que no tengo por qué tomarla.
Sacude la cabeza y cruza los brazos.
— ¿Crees que sólo les recetan eso a los suicidas? Pues no.
Me apunta un instante con un dedo que acto seguido esconde en el pliegue del brazo.
—Es un desequilibrio químico, o una mierda parecida.
Compongo una sonrisa de suficiencia.
—Ah, ¿sí? Y ¿desde cuándo sabes tú tanto de salud mental y de la medicación que utilizan para tratar los cientos de diagnósticos? —Enarco una ceja un poco, lo bastante para dejarle claro que sé que no sabe lo que dice, y cuando ella arruga la nariz en lugar de responder, añado—: Me pondré bien a mi ritmo, no me hace falta ninguna pastilla.
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Nadie como tú.
RomantizmKurt tiene veinte años. Ahora que ha acabado sus estudios, está a punto de entrar en una nueva etapa de su vida. Le espera un trabajo, la ciudad y compartir piso con su mejor amiga Rachel. A veces duda de que esto sea lo que realmente quiere hacer...