Capítulo 12.

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Ahora recuerdo otro motivo por el que no me gustan los refrescos: me dan ganas de hacer pis. La idea de verme atrapado en ese autobús con una caja de cerillas minúscula por cuarto de baño en la parte trasera me obliga a ir directa a los aseos de la terminal. De camino, tiro el refresco a medias en la papelera.

Tras descartar los tres primeros cubículos porque están hechos un asco, me encierro en el cuarto y cuelgo el bolso y la bolsa en el gancho que hay en la parte superior de la puerta azul. Extiendo una buena capa de papel higiénico por el asiento para no pillar nada y hago mis necesidades de prisa. A continuación, viene la parte estratégica: con un pie subido al retrete para que el sensor impida que el agua se descargue automáticamente, me abrocho el botón del vaquero como puedo, cojo los bolsos del gancho y abro la puerta, todo ello aún con un pie apoyado hacia atrás en una postura extraña.

Luego pego un salto para apartarme justo antes de que salga el agua.

La culpa la tiene el programa «Cazadores de mitos»: después de ver el episodio de los gérmenes invisibles con los que te rocía el retrete al tirar de la cadena, pasé meses agobiado.

Los fluorescentes del servicio son más apagados que los de la sala de espera. Tengo uno parpadeando encima. En la pared de la esquina hay dos arañas escondidas detrás de telas con bichos muertos enredados. Este sitio huele que apesta. Me sitúo delante de un espejo, busco un lugar seco en la encimera para dejar los bolsos y me lavo las manos. Estupendo, no hay toallitas de papel. La única forma de secarme las manos es con ese odioso secador de pared, que no seca nada, sino que tan sólo esparce el agua. Me las seco un poco en los pantalones, pero le doy al gran botón plateado del secador, que cobra vida con un rugido. Me estremezco. Odio ese sonido.

Mientras finjo secarme las manos (porque sé que al final acabaré secándomelas en los vaqueros), una sombra en movimiento a mis espaldas me llama la atención en los espejos. Me vuelvo y al mismo tiempo el secador se apaga, envolviendo el cuarto en silencio de nuevo.

Hay un hombre en la puerta del aseo, mirándome.

Mi corazón reacciona y la garganta se me seca.

Miro los bolsos en la encimera. ¿Tengo alguna arma? Sí, al menos metí una navaja, aunque de poco me va a servir cuando está lejos de mí en una bolsa con cremallera.

El tipo, que lleva unas zapatillas de deporte viejas y sucias y unos vaqueros con manchas de pintura en las perneras, se queda donde está. Esto no pinta bien. Si el hombre en realidad hubiera venido al baño ya hubiera entrado a un cubículo.

Voy por mis bolsos a la encimera y veo con el rabillo del ojo que el tipo da unos pasos más hacia mí.

Abro la bolsa y busco la navaja dentro intentando no perderlo de vista.

—Te he visto en el autobús —dice, y sigue acercándose—. Me llamo Robert.

Vuelvo la cabeza para mirarlo.

—Mira, aquí no se te ha perdido nada. Éste no es un sitio para mantener una conversación, así que te sugiero que te largues o hagas lo que tengas que hacer en un baño. Ahora.

Por fin noto la forma de la navaja y la cojo, manteniendo la mano oculta en la bolsa. Bajo con el dedo la piececita metálica para que la hoja salga de la empuñadura y oigo que se abre con un clic.

El hombre se detiene a unos dos metros de mí y sonríe. Tiene el pelo negro aceitoso y peinado hacia atrás. Sí, ahora lo recuerdo: lleva cogiendo los mismos autobuses que yo desde Tennessee.

«Dios mío, ¿me ha estado observando todo este tiempo?».

Saco la navaja de la bolsa y la sostengo con firmeza, dispuesta a utilizarla y dándole a entender que no vacilaré.

Nadie como tú.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora