Epílogo

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Ada

Dayana todo el tiempo de salía. ¡Uy! En vez de irse para su casa de una vez. ¡Pero claro! Se iba para mi apartamento, no se iba a pelar ese bonche ni loca. Pero nos hubiese dicho eso antes y no nos hubiésemos bajado aquí en la Redoma.

Cagona.

Pude haberme quedado en el autobús un rato más y...

"¡Uy! La odio. La odio."

Odiaba también a Geraldine. Odiaba Valencia. Odiaba todas las noches aburridas y delincuentes de esta ciudad. Odiaba todo, absolutamente todo.

Cuando por fin llegó la madre de Geraldine en su carro último modelo nos saludó a todas con una sola palabra y con una mueca que pretendía ser una sonrisa. Hipócrita. Para devolverle el saludo le pinté una paloma con la mano y después me subí al carro. No me caía bien. La odiaba. Era peor que su hija la vieja esa. Ella también me tenía arrechera a mí, desde luego. Quizás hasta debía fantasear que me estrangulaba y me descuartizaba todas las noches. No me importaba. La gente como ella me resbalaba. Y aunque me guardara rencor, ella sabía que tenía que quedarse calladita y tragarse su arrechera.

Cualquier madre se sentiría orgullosa de que su hija, estando en la secundaria, se alejara de personas como yo y se juntara con los cerebritos. Pero en el liceo donde estudiamos, uno de los más candelas de esta estúpida ciudad, las cosas no eran así. Allí el asunto era al revés. Para que su hija no llegara todos los días con los pelos alborotados o con la cara rasguñada debía rogarle a la Virgen para que personas como yo, mala conducta hasta en la cédula, fueran las amigas de su hija. Geraldine se graduó con todos sus dientes y sin cicatrices en la cara gracias a mí, gracias a que nadie se metía con los de mi grupo. Eso lo sabía muy bien la vieja esa, por eso siempre me lanzaba una sonrisa hipócrita y me daba la cola hasta mi casa cuando se lo pedía; para de alguna forma compensar que mantuviera a su hija viva y virgen en el liceo.

Ok, varias veces me obstiné y llegué a joder Geraldine, por supuesto, pero lo que yo le hacía eran caricias comparado con lo que las chicas de otros salones querían hacerle.

—¡Apúrese! —le grité. No hacía falta, pues la vieja manejaba como alma que llevaba el diablo, pero quería gritarle a alguien. Quería discutir con alguien. A Dayana no me gustaba gritarle porque ella nunca se molestaba, era muy antiparabólica; y eso, paradójicamente, me molestaba a mí—. Hoy entré a coñazos a su hija otra vez. ¿Oyó? Está muy grosera.

—¡Mentira! —me interrumpió la gafa de Geraldine y después me fulminó con la mirada—. Es mentira mamá.

Le saqué la lengua y le lancé la sonrisa que nosotras las mujeres usábamos cuando, aunque guardáramos silencio, sabíamos perfectamente que nos habíamos salido con la nuestra.

—¿Y cómo la pasaron? —preguntó la vieja con un tono de voz falso para suavizar el ambiente. Sabía perfectamente que los adultos eran hipócritas, pero esta vieja se merecía un premio.

—Muy bien señora Castillo —intervino la salía de Dayana, como si alguien le hubiese preguntado a ella—. La Colonia Tovar es muy bonita. Cuando imprima las fotos les mando un juego completo a ustedes para que tengan un recuerdo.

—¿La Colonia Tovar? ¿No iban a ir para la playa?

—Hubo un cambio de planes, mamá. En el camino nos tropezamos con el trillizo este... Áaron, el albino, y la enferma de Ada lo convenció para que viniera con nosotros. Y bueno, tú sabes, los albinos no pueden ir a la playa porque se les rostiza la piel y se mueren.

TrillisasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora