Capítulo 46

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 Los ánimos en casa eran deprimentes, mi madre regresó aquella tarde emocionada porque mi solicitud había sido seleccionada. El examen solo sería un protocolo. Pronto sería una de las admitidas de Standford.

Lo fecha del examen había sido programada para el diecinueve de octubre, busqué entre mis memorias porque esa fecha se me hacía tan familiar.

¡Sí! Ese mismo día Sebastián y Cristian presentarían su ponencia frente al ayuntamiento municipal.

Deseé con todo mi corazón que ese día todo le resultara bien, quería lo mejor para él, y por eso pagaba un precio.

Los últimos días me había recuperado satisfactoriamente, lo suficiente para estudiar para el examen, y los talleres escolares que los maestros amablemente enviaban a casa.

Papá venía a mi cuarto a intentar ayudarme con mis deberes. Después de resolver uno que otro cuestionario de ciencias sociales se retiraba dándome un cálido beso en la frente, desde temprano mama comenzó a parlotear sobre el diseño del traje de graduación.

Escuchaba en silencio mientras apartaba con desdén la ensalada, el pan, la carne y cualquier cosa que colocaran en mi plato. Apoyaba mi mentón sobre la mano asintiendo a todo lo que ellos decían, sonriendo frente a las emociones de viejos recuerdos que se encargaban de evocar y traer a flote.

¡Sonreía!

Como él lo había pedido, solo que no de la forma en que él hubiese querido. Lo hacía para ocultar el interminable llanto de mi interior, el dolor que la enfermedad del alma me provocaba.

Entreabría los labios, expandía los ojos, soltaba una carcajada. ¡Magia! Para mis padres todo estaba bien. Como lo supuse el interés de mi madre en ayudarme con mi fallido romance desapareció cuando desaparecieron mis calenturas.

Lo había imaginado desde un principio. El dolor se intensificaba cuando se acercaba el crepúsculo y se despedía el sol.

Me adherí a su compañía, que estar separados resultaba doloroso e insoportable.

El ministro de la iglesia donde mis padres asistían había dicho una mañana:

«El que pierde el primer amor, no tiene nada.»

Reí internamente. No era nada, porque lo había perdido. No tenía alma, porque no tenía sueños.

Era un ente melancólico, monótono que respiraba porque era necesario y que respirara no significaba que viviera. Una mañana mientras lavaba mis dientes recordé a los chicos de la casa de caridad y su felicidad y dicha en medio de tantas necesidades.

Los envidié.

Eran felices.

Tenía mi propia cuenta de ahorros desde los quince años.

Una idea filantrópica se hizo clara entre mis pensamientos. Semanas después había donado la mitad de mis ahorros para ellos.

Aun así, no conseguía la paz interior que tanto anhelaba.

Hice una cosa buena, y no me sentía viva.

Tal vez y lo que el ministro dijo aquel día era cierto. En mi caso era peor, yo lo había echado.

Leía, estudiaba, comía, dormía, respiraba, caminaba. Pero, ¿vivía? ¿Estaba viviendo?

Sufría la vida lo había hecho desde siempre, desde el primer momento en que dejé de comer, desde el primer momento en que deslicé sobre mi muñeca la hoja de una cuchilla.

Los únicos días que recuerdo eran vividos, eran felices, empezaron desde marzo hasta la última semana de septiembre.

Ya había aceptado que se terminó. Era inútil tratar de sentirme cálida estos últimos días lo que en realidad me hacía sentir más frio. Enfriarme más y más.

ϖϑώ

Dieciocho de octubre.

Yo no tenía miedo de romperle el corazón, tenía miedo de que el me lo rompiera a mí.

La luz que tanto perseguía durante las últimas semanas se apareció entre los versos de una canción.

Fue otra forma de despertar.

¿Qué sentido tenia estar alejados? ¿Qué sentido tiene tener miedo de hacerle daño?

Si ya lo estaba lastimando. Sus ojos, aquella noche vidriosos ante el dolor. La música provenía del interior de la casa, debía ser mamá que en el fulgor y tranquilidad del medio día aprovechaba para escuchar cualquier estación de radio en el stereo.

Comprendí que era miedo lo que me hacía creer tantas tonterías y me hacía ser egoísta.

Miedo, porque nunca me sentí así. Porque esa era una de las pocas cosas buenas que me había ocurrido. Porque en el fondo seguía creyendo que era una ilusión que se desvanecería en cualquier momento.

Pero, el dolo era real. Lo que convertía todo esto en algo real.

Y lo que sentía nunca había sido tan real, nunca había sido tan bueno.

La forma en que me sostenía en sus brazos aquellos días y hermosas tardes.

Y por primera vez en mi vida empecé a llorar de felicidad por primera vez quería hacerlo bien, quería gritar y no eran gritos de dolor o reclamos.

Algo cambió en mí en ese momento.

Me sentía libre de desprender las alas hacia él.

Entré a la casa bañada en lágrimas, corriendo hacia el pequeño stand donde guardábamos las llaves de los autos.

— ¿Caroline? —me llamó mamá bajando el volumen a la radio —¿Qué tienes?

No respondí. Las lágrimas me impedían ver con claridad e identificar cuáles eran mis llaves.

— ¿Qué pasa? —se acercó preocupada.

— Nada —chillé. Cuando por fin encontré mis llaves —tengo que hacer algo muy importante. —musité tomando el abrigo que estaba en el mueble. Era de ella.

— ¿ A dónde vas? —me siguió hasta el porche. —espera, no puedes salir así de pronto llueva. Mañana tienes tu examen.

Me carcajeé.

— Sí. —me di vuelta sonriendo como una demente —pero si no hago esto. Nada tendrá sentido, ni siquiera la estúpida universidad.

— ¡Caroline! —gritó —¡Te enfermaras de nuevo! ¡vuelve acá! ¡ya!

La escuchaba gritar desde el pórtico mientras me alejaba, subiendo el volumen a la música de mi auto. Dejar los miedos atrás.

Respiraba.

Lloraba.

Dejar el miedo atrás.

Todo se hacía más claro en cuanto me acercaba a su casa.

Mi respiración se hacía más complicada. No me importaba, lloraba de felicidad.

Bajé del auto dejándolo mal estacionado. Corrí hacia el pórtico, entre sollozos.

Toqué la puerta. Toqué el timbre con insistencia.

Fue el quien me recibió. El momento, la hora de la verdad había llegado.

— Caroline —musitó sorprendido.

— Estoy aquí. —dijo con voz temblosa y cansada.

¡Sonríe, Caroline! (TERMINADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora