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Alzó la mirada y vio a dos niños observándola. Iban con el torso desnudo y llevaban pantalones cortos y botas. Uno la se­ñalaba y el otro hacía aspavientos partiéndose de risa. Estaban divirtiéndose a su costa, pero le importó bien poco. Casi podía percibir el trombo que se le estaba formando en el cerebro.

-Usted... usted... -balbuceó uno de los chicos antes de des­ternillarse.

Lali se levantó lo suficiente para mirar la casa por encima del coche.

-¿Habéis visto si salían murciélagos detrás de mí? -pre­guntó por encima de las risas.

Uno de los niños negó con la cabeza.

-¿Estáis seguros? - Se puso en pie y se sacudió la tierra de los pantalones.

-Sí -dijo-. Sólo hemos visto cómo usted salía disparada.

Fue a sacar las gafas de sol del bolso, pero el bolso ya no pendía de su hombro. Se hizo visera con la mano y examinó el desastrado jardín. Ni rastro del bolso Bally, que contenía las gafas de sol y las llaves del coche. Obviamente, se le había caído dentro de la casa. En la planta de arriba. En la habitación de los mur­ciélagos.

-Eh, chicos, ¿queréis ganaros unos pavos?

El muchacho que estaba tumbado en el suelo se puso en pie de un brinco, a pesar de que aún seguía riendo. -¿Cuántos? -logró preguntar.

-Cinco.

-¡Cinco pavos! -exclamó el otro chico-. ¿Los dos o por cabeza?

-Vale, por cabeza.

-Wally, con eso podríamos comprar un montón de dardos para las pistolas.

Fue entonces cuando Lali se percató de las pistolas naran­ja fosforescente, así como de los dardos de goma que pendían del cinturón de los chicos.

-Sí, y unas cuantas chucherías -añadió Wally. -¿Qué tenemos que hacer?

-Entrar en la casa y traerme mi bolso. Sus sonrisas se borraron.

-¿En la casa de Donnelly?

-Está encantada.

Lali los observó. El chaval llamado Wally tenía un pelo rubio. El otro la miró con sus gran­des ojos verdes en una cara enmarcada por oscuros rizos; se le había caído un incisivo de leche, y el nuevo estaba creciendo un tanto torcido.

-Ahí dentro hay fantasmas -dijo.

-Yo no he visto ninguno -aseguró Lali, volviéndose ha­cia la puerta-. Sólo murciélagos. ¿Os dan miedo los murciéla­gos? Si es eso...

-A mí no me dan miedo. ¿Y a ti, Adam?

-Qué va. El año pasado había unos cuantos en el granero de mi abuelo. No hacen daño a nadie. -Hizo una pausa antes de preguntar a su amigo-: ¿Te dan miedo los fantasmas? -

-Si a ti no, a mí tampoco.

-A mí no si a ti tampoco. Y además tenemos esto...

Lali miró cómo cargaban sus pistolas de plástico con dar­dos de goma. Ella habría preferido una legión de fantasmas an­tes que un solo murciélago.

-¿Qué edad tenéis? -les preguntó.

-Siete.

-Ocho.

-Mmm.

-Bueno, casi. Cumpliré ocho dentro de un par de meses.

-¿Qué pensáis hacer con esas pistolas de juguete?

-Protegernos -respondió Adam tras lamer la ventosa del dardo cargado.

-Pues no creo que sea buena idea -dijo ella, pero los chicos ya cruzaban el jardín. Les siguió hasta el porche. Nunca se había relacionado con niños, y pensó que debería pedir permiso a sus padres antes de enviarlos a aquella casa infestada de murciéla­gos-. Un momento, chicos. Tal vez debería hablar con vuestras madres antes de que entréis ahí dentro.

-A mi madre no le importa -dijo Wally al tiempo que su­bía los escalones-. Además, está hablando por teléfono con la tía Genevieve. Probablemente no colgará antes de dos horas.

-Y mi padre está en la montaña -dijo Adam.

Los murciélagos, con toda probabilidad, ya se habrían larga­do y el bolso, con toda probabilidad, estaría justo detrás de la puerta de entrada, se dijo Lali. Los chavales, con toda proba­bilidad, no sufrirían ningún tipo de daño ni contraerían la rabia.

-De acuerdo, pero si tenéis miedo, salid corriendo. Olvi­daos del bolso.

Ellos se detuvieron ante la puerta abierta y la miraron. Wally susurró algo sobre fantasmas y después preguntó: -¿Cómo es su bolso?

-De piel con franjas estilo caimán. Blanco y marrón rojizo.

Cruzó los brazos y vio cómo los chicos, pistolas en ristre, se adentraban cautelosamente en la casa. Se hizo visera con una mano para verlos cruzar el recibidor y dirigirse al salón. Medio minuto después salieron atropelladamente. Adam traía el bolso.

-¿Dónde estaba? -preguntó ella.

-En la habitación de las cornamentas. -Se lo entregó y Lali metió la mano para rebuscar las gafas de sol. Se las puso y después sacó dos billetes de cinco dólares de su cartera.

-Gracias. -Debido a su trabajo, Lali estaba acostumbra­da a darle generosas propinas a los porteros, los médicos e in­cluso los duendes, pero jamás le había dado dinero a niños por alguna clase de favor-. Sois los chicos más valientes que he co­nocido -añadió tendiéndoles el dinero.

Se les encendieron los ojos y sus sonrisas adquirieron un ma­tiz interesado.

-Si necesita cualquier otra cosa, llámenos-dijo Wally mien­tras remetía su pistola en la cintura de los pantalones.




"CONFESIONES" TERMINADODonde viven las historias. Descúbrelo ahora