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Capítulo 6

Él recorrió el linóleo rojo y blanco del suelo hasta el reser­vado.

Al ver que ella no alzaba la vista, dijo:

-Qué tal. He oído decir que ha tenido un día difícil.

Ella le miró con los más hermosos ojos que él había visto nunca.

-¿Ha oído eso?

-Me hablaron de murciélagos.

-Ya veo que las buenas noticias corren rápido.

No lo invitó a sentarse, pero a él no le hizo falta. Se sentó en­frente de ella.

-Mi hijo es uno de los chavales a los que les pagó para que recuperasen su bolso.

Ella lo observó un instante y dijo:

-Adam, supongo...

-Así es, señora. -Se reclinó en el respaldo y cruzó los bra­zos. El rostro de ella se volvió totalmente inexpresivo. Lo tenía todo bajo control.

-Espero que no le moleste.

-Claro que no, pero creo que les pagó demasiado por algo muy sencillo. -Advirtió que su presencia la ponía nerviosa, pe­ro eso no significaba nada especial. Su placa solía poner nervio­sa a la gente. Tal vez no había pagado alguna multa de aparca­miento. Aunque también podía significar que ocultaba algo. No obstante, siempre que no crease problemas, podía tener todos los secretos que quisiese. Demonios, él sabía muy bien lo que era guardar secretos: tenía su propio gran secreto-. También he oído que busca hombres jóvenes que le ayuden a adecentar la casa.

-No especifiqué la edad. A decir verdad, recibiría con los brazos abiertos a su bisabuelo si estuviese dispuesto a acabar con esos malditos murciélagos.

Peter estiró las piernas y los pies de ambos se tocaron. Había cruzado la frontera del espacio personal y, tal como esperaba, ella retiró los pies y se sentó más tiesa. Él no se esforzó por ocultar una sonrisa.

-Los murciélagos no van a hacerle daño, señora Espósito.

-Le tomo la palabra, sheriff -repuso ella, y miró a Paris, que en ese momento le sirvió un vaso de té helado y un platito con rodajas de limón.

-No hay nada más fresco que esto. -Paris frunció sus gruesas cejas-. Acabo de cortarlas yo misma.

La señora Espósito esbozó una sonrisa de escepticismo. -Gracias.

Peter había crecido junto a Paris. Habían jugado a Red Ro­ver y a béisbol en el colegio, habían compartido la mayoría de las clases del instituto y él había escuchado el discurso de Paris la noche de su graduación. Podía decir que la conocía bastante bien. Era una mujer de trato afable pero, por alguna razón, MZBHAVN había conseguido irritarla.

-La señora Espósito es nuestra nueva vecina -le explicó Peter-. Por lo visto, va a quedarse en la casa de Donnelly.

-Eso he oído.

De niño, había sentido cierta lástima por Paris, de ahí que siempre se esforzase por mostrarse amable con ella. Tenía una bonita cabellera larga que solía llevar recogida en una trenza. Era tímida y no hablaba demasiado, y si bien ésa es una característi­ca que algunos hombres valoran, por desgracia tenía el mismo cuerpo que su padre Jerome: era alta, corpulenta y de manos grandes. Un hombre puede pasar por alto muchas imperfeccio­nes en el cuerpo de una mujer. Una nariz grande y los hombros de un jugador de rugby son una cosa, pero las manos anchas y los dedos gordezuelos son algo que un hombre no puede sosla­yar. A eso había que añadirle un ligero bigotillo. A ningún hom­bre le agrada besar a una chica con vello facial, por no mencionar el mero hecho de imaginar aquellas masculinas manos trajinando en su entrepierna.

"CONFESIONES" TERMINADODonde viven las historias. Descúbrelo ahora