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Y allí, de pie en la mesa, apoyada contra la pared como un ciervo deslumbrado por los faros de un coche, estaba Lali Espósito. Tenía los ojos muy abiertos, llevaba un top muy pe­queño y había cerveza derramada por todas partes. Apretaba un puñado de servilletas de papel contra su pecho.

-Como te levantes, te descuartizo -le dijo Peter a Emmett al pasar por encima de él. Sabía por experiencia que una vez es­taba en el suelo, Emmett se mostraba susceptible a la amenaza de desmembramiento.

Peter fue hasta Lali y alzó la mano.

-Haga el favor de bajar de ahí, señora.

Ella dio tres dubitativos pasos hasta llegar al borde de la me­sa y meter las servilletas en la riñonera que le colgaba de la ca­dera. Apoyó las manos en los hombros del sheriff, que estiró los brazos y la agarró por la desnuda cintura. Sin apartar la vista de sus ojos, helados por el terror, él acarició su suave piel con los pulgares y rozó su plano vientre. La bajó de la mesa y la de­positó en el suelo.

-¿Se encuentra bien? -preguntó, y se fijó en sus propias manos, todavía aferradas a la cintura de ella. El calor de su piel le calentaba las palmas, de ahí que no quisiese apartarlas. Lali olía a cerveza, al Buckhorn, y también a flores. Una oleada de deseo lo recorrió súbitamente, pero optó por soltarla.

-Creí que iba a pegarme -dijo ella, apretando con fuerza los hombros del sheriff-. El año pasado fui a clases de defensa personal, y creía que podía defenderme por mí misma. Pero me quedé paralizada. Yo soy Terminator. -Su respiración era en­trecortada, y con cada inspiración sus pechos estiraban el top.

Él le miró la cara. No llevaba maquillaje y había perdido el color; su aspecto de mujer resuelta había desaparecido.

-Pues no tiene usted aspecto de Terminator -comentó.

Ella sacudió la cabeza, no parecía que fuese a serenarse en un abrir y cerrar de ojos.

-Era mi apodo en clase. Era una chica muy agresiva.

-¿Va a desmayarse?

-No.

-¿Está segura?

-Sí.

-En cualquier caso, procure respirar hondo y despacio.

Ella lo hizo y él la observó. Seguramente, ella ni siquiera sa­bía que lo sujetaba por los hombros, pero él sí era muy cons­ciente de su roce. Lo sentía en todo el cuerpo, y tenía ganas de inclinar la cabeza y besarla hasta que ella se relajase. En cambio, Peter le apartó las manos.

-¿Se encuentra mejor? -le preguntó, consciente de que ha­cía un siglo desde la última vez que una mujer lo había agarrado por los hombros.

Ella asintió.

-Cuénteme qué ha ocurrido.

-Yo estaba ahí sentada, pensando en mis cosas, cuando el tipo bajito se acercó y dejó otra cerveza en mi mesa. Le dije que se lo agradecía, pero que no quería otra cerveza. Él se sentó igual­mente. -Frunció el entrecejo, pero no añadió nada más.

-¿Y? -insistió Peter.

-Intenté ser amable, pero él no captó la indirecta. Así que supuse que tenía que dejarle bien claro que no estaba de humor para tener compañía. Ya sabe, para que no me malinterpretase.

No es que importase, pero Peter, picado por la curiosidad, le preguntó:

-¿Qué le dijo?

-Creo que dije: «Vale ya, saca tu culo de mi reservado.»

"CONFESIONES" TERMINADODonde viven las historias. Descúbrelo ahora