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El sol calentaba el sombrero de paja de Peter mientras tira­ba de la cuerda para arrancar su cortacésped. El motor tosió y se apagó. El sudor había empapado sus axilas y su espalda. Se sacó el sombrero y lo lanzó a los escalones.

Los domingos de junio eran para ir a pescar o para echarse una siesta en una hamaca con el sombrero sobre la cara, no para correr detrás de un cortacésped. Por desgracia, la hierba de su jardín había crecido hasta llegarle a los tobillos y los hierbajos junto a la puerta estaban tan tupidos que había que abrirse paso para llegar al timbre. A decir verdad, no es que eso le molestase demasiado, pues todo el mundo entraba siempre por la puerta de atrás. Pero su madre y su hermana habían pasado a visitarle la se­mana anterior y le habían dado la tabarra hasta hacerlo sentir un desastre de hombre. Como Marty Wiggins, el tipo que vivía al otro lado del pueblo, que aparcaba su vieja camioneta en el jar­dín delantero de su casa y permitía que sus hijos correteasen a su alrededor lanzándole cagarrutas a la cara.

Peter se sacó la camiseta y se secó el sudor que le corría por el pecho. Tuvo ganas de darle una buena patada al cortacésped, pero sabía que sólo conseguiría lesionarse el pie. Apartó la vista del cacharro para fijarse en su hijo, que estaba en el porche jun­to a los arbustos más grandes con unas pequeñas tijeras de po­dar. La perrita de Adam estaba tumbada a sus pies.

-No cortes por debajo de donde te indiqué. -Peter se apartó de la frente el húmedo pelo.

-No lo haré.

Peter nunca dejaba que Adam saliese de casa sin comprobar que estaba limpio, se había peinado y cepillado los dientes y lle­vaba ropa presentable. Unos pocos arbustos no convertían a un hombre en un dejado, por el amor de Dios.

-Y no te cortes los dedos.

-No lo haré.

Lanzó la camiseta donde había dejado el sombrero y volvió al cortacésped. En esta ocasión, el motor se puso en marcha. El ruido acabó con la tranquilidad y provocó que Mandy saliese co­rriendo del porche.

En algunas zonas la hierba estaba tan tupida que tuvo que le­vantar las ruedas delanteras del suelo para que la máquina no se parase. Los retazos de hierba salían proyectados hacia los lados, y cuando pasó junto al camino de tierra se alzó una nube de pol­vo y pequeñas piedrecitas saltaron disparadas.

En el quinto repaso con el cortacésped, pasó por encima de algo que parecía un palo grueso. Miró y vio volar por encima de la hierba unos pedazos de plástico marrón.

Peter detuvo el motor y le echó un vistazo al cuerpo des­membrado de un muñeco de la Patrulla X. Mirándolo, rememo­ró la época, hacía ya diez años, en que había trabajado como detective de homicidios en la policía de Los Ángeles. En una ocasión, respondió a una llamada nocturna en Skid Row supo­niendo que se trataba de un asesinato común. En lugar de eso, se topó con un puñado de agentes de policía formando un semi­círculo y rascándose la cabeza sin apartar la vista de un torso humano que descansaba sobre el banco de una parada de autobús. No había rastro alguno de la cabeza, los brazos y las piernas, só­lo el torso cubierto con una camisa azul, corbata y una americana Brooks Brothers. Pero encontrar un torso enfundado en una ca­ra chaqueta en Skid Row no fue lo más raro del caso. El asesino de aquel hombre también le había cortado las partes. Peter podría haber entendido que a uno lo desmembrasen, pero ¿qué sentido tenía que le cortasen las pelotas? Era el mayor ensañamiento que había visto en su vida. El caso no llegó a resolverse durante los tres años que vivió en Los Ángeles, pero él siempre sospechó que quien había cometido aquella atrocidad tenía que ser una mujer.

-¿Qué es eso? -preguntó Adam señalando la maltrecha fi­gura sobre el césped.

-Me temo que era tu Lobezno.

"CONFESIONES" TERMINADODonde viven las historias. Descúbrelo ahora