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El micrófono detecta el sonido de un corazón roto

Mientras Lali corría por Main Street, el cable del discman iba rebotando contra su sudadera gris. Las gafas le protegían los ojos del sol matutino y a través de los auriculares se compadecía de su dolorido corazón. Con la coleta saltando y balanceándose en su cabeza, Lali se llenaba los pulmones de aire fresco de montaña.

Peter no la había llamado. Ni la noche anterior ni aquella mañana. Lali no llevaba bien las esperas y menos cuando se sentía como si toda su vida pendiese de un hilo. Había esperado hasta las nueve y media de la mañana para ponerse los pantalo­nes de deporte y salir a hacer footing rumbo a la casa de Peter.

Estaba enamorada de él y estaba segura de que el sentimien­to era recíproco. Había tenido que esperar tres años y hacer más de mil quinientos kilómetros para encontrarlo. Podrían solu­cionar sus problemas porque ella no pensaba rendirse, pero cuanto más se acercaba a casa de Peter, más se le cerraba aque­lla especie de nudo que notaba en el estómago. Cuando entró en el pueblo, no estuvo tan segura de si presentarse en su puer­ta sería la postura más inteligente, pero ya había esperado más que suficiente. Tenía que saber a ciencia cierta qué pensaba y qué sentía el sheriff. Y exactamente cuán importante era ella pa­ra él.

Dobló la esquina en el Hansen's Emporium y bajó el ritmo. A media manzana de allí había una pequeña multitud delante del Cozy Corner Café, y parecía que hubiera un equipo de rodaje, fotógrafos y un montón de curiosos.

Reconoció inmediatamente el ajado sombrero vaquero de Peter entre la multitud. Dejó caer los auriculares alrededor de su cuello y notó un nudo en el estómago. Cuanto más se acercaba, más se tensaba.

La voz de Peter se elevó por encima del caos.

-La señorita Suarez no hará comentarios -dijo.

El gentío se agitaba mientras los periodistas gritaban pre­guntas sin respuesta, los fotógrafos disparaban sus cámaras y las videocámaras rodaban. De pronto, Lali oyó el llanto de Adam y sus desesperadas súplicas de que se marcharan todos y dejaran en paz a su madre. La multitud rodeaba la camioneta de Peter y Lali se coló entre los inquietos reporteros. Por encima del hombro de uno de los fotógrafos, vio que Peter metía a Eugenia y Adam en su camioneta y cerraba la puerta. Lali empujó ha­cia delante y se zafó de la melé.

-¡No he sido yo! -gritó, agarrando a Peter por el ante­brazo.

Él tenía las mandíbulas apretadas y sus ojos destellaron al verla.

-Aléjate de mí-le advirtió, librándose de su mano-. Y alé­jate de mi hijo.

Peter se abrió paso con dificultad entre la gente para rodear la camioneta y sentarse al volante. Puso en marcha el motor y, si los reporteros no se hubieran apartado rápidamente, con segu­ridad se los habría llevado por delante.

Mientras la camioneta se apartaba del bordillo, Lali vio que Eugenia estaba completamente pálida, tan blanca que ni todo el maquillaje del mundo hubiera podido ocultar su conmoción. Captó por un instante la cara de Adam con las lágrimas resba­lando por las mejillas, y sintió un punzada en el corazón por el niño. Y también por ella. Todo había terminado. Había perdido a Peter. Ahora ya nunca la creería.

Cuando miró a los reporteros tomando ávidamente fotos de la camioneta, la invadió una incredulidad entumecedora. Levan­tó las manos como si así pudiera pararlo todo: los disparos de las cámaras, la grabación de las cintas, la huida de Peter... Y de re­pente todo acabó. La gente se dispersó y se quedó sola en la ace­ra, anclada en el sitio exacto donde Peter le había dicho que se alejara de él. El sitio donde su vida se había venido abajo.

"CONFESIONES" TERMINADODonde viven las historias. Descúbrelo ahora