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-Es el momento de decidirse -dijo él, pasándole la mano por la cintura. Se apartaron de la caseta y les envolvió la oscu­ridad-. Basta de juegos, Lali -le advirtió mientras seguían alejándose de los tenderetes-. O te llevo a casa o vienes a la mía. Y si es esto último, te llevo a mi cama. -Iban en dirección con­traria a las parejas que se dirigían a la orilla del lago, donde se iban a lanzar los fuegos artificiales-. No creo que duermas mu­cho -añadió.

-He venido con Gas y Rochi.

-Ya lo sé. -Se detuvo en la entrada del aparcamiento para que ella pudiera tomar una decisión-. Ya les he dicho que te lle­vo yo a casa.

-¿Cuándo se lo has dicho?

-Cuando llegué.

Lali miró el rostro de Peter. ¿Podía hacerlo? ¿Podía pasar la noche con él y sentirse bien al día siguiente?

-¿Tan seguro estabas de ti mismo?

Él sacudió la cabeza.

-No. Esperaba que me dejaras quitarte la ropa, pero no es­taba seguro de nada. Aún no lo estoy. -Su mano se desplazó hasta el hombro desnudo de ella-. No tenía previsto venir hoy. No pensaba volver al pueblo en un par de semanas.

¿Podría? ¿Podría dejar de lado los sentimientos y tratar una aventura como los hombres? ¿Podría ella comportarse como un hombre?

-¿Recuerdas cuando has preguntado si tenía un deseo irre­frenable? -añadió él, dejando resbalar la mano por el brazo para apretar la suya-. Pues sí, lo tengo. Tengo un deseo irrefrenable de ti.

Sí, sí que podría, y sus últimos vestigios de raquítico autodo­minio se fundieron allí mismo, en los confines del agreste Idaho. Allí mismo, con su tatuaje falso y su casco de plástico.

-Vale -susurró-. Quiero ir a casa contigo.

-Gracias, Dios bendito -musitó él.

Ella pensó que la besaría. Un beso romántico bajo la luna y las estrellas. Pero no la besó y, en cambio, casi la arrancó de sus sandalias. Atravesaron varias filas de coches, camionetas y jeeps. Tiró de ella hasta que llegaron a una camioneta azul marino. Tras abrir la puerta, la metió dentro casi de un empujón. En menos de diez segundos, Peter había puesto en marcha la camioneta y ya estaban dejando atrás la feria. Sólo algunos reflejos del salpi­cadero iluminaban el rostro de Peter. Lali observó su perfil desde su asiento. Miraba al frente y, por alguna razón, iba muy serio. Aferraba el volante con fuerza y Lali se preguntó en qué estaría pensando.

-¿Te pasa algo, Peter?

-No.

-Entonces, ¿por qué miras fijamente hacia delante?

-Sólo intento mantener la camioneta dentro de la carretera, pero es jodidamente difícil porque sólo pienso en meterte la ma­no entre las bragas. -La miró fugazmente y volvió a fijar la aten­ción en la oscura carretera-. No quiero tener que pararme en el arcén y saltarte encima antes de llegar a casa.

Ella rió y él sacudió la cabeza.

-No tiene gracia -dijo.

-Quizá tendrías que pensar en algo aburrido y monótono.

-Ya lo he intentado. No funciona.

-Te ayudaré. -Lali se quitó el casco y se deslizó por el asiento-. Vamos a probar algo nada sexual. -Se puso de ro­dillas al lado de él-. Algo como: hace doscientos años, los pa­dres fundadores dieron a luz una nueva nación en este conti­nente. -Lali arrojó el sombrero de paja al lado del casco y comenzó a hurgar en la pechera de su camisa, desabrochándole los botones, uno a uno, hasta dejarla del todo abierta. Deslizó la mano en el interior y él contuvo la respiración. Sus músculos se tensaron bajo su mano-. Concebida en libertad. Consagrada a la idea de que todos los hombres son creados iguales. -Le aca­rició el vello del pecho. Los padres fundadores se habían equi­vocado. No todos los hombres eran creados iguales. Algunos tenían más que otros. Además de encantos y buena planta, tenían un no sé qué escurridizo. Fuera lo que fuese, Peter lo tenía en grado sumo.

"CONFESIONES" TERMINADODonde viven las historias. Descúbrelo ahora