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El Porsche estaba aparcado frente a la puerta principal. Dejó la bol­sa en el asiento del pasajero. Cuando salió del aparcamiento, puso un CD, subió el volumen y cantó a coro con Sheryl Crow Run baby run mientras conducía por Main Street y giraba des­pués camino de Timberline Road. Pasaban de las ocho cuando detuvo el coche en el sendero de entrada a la casa. Tenía tan mal aspecto como el día anterior.

No pensaba poner un pie en la casa mientras quedase un so­lo murciélago. Lo que hizo fue cruzar la calle y llamar a la puer­ta de los vecinos. Abrió una mujer de cabello rubio ataviada con una llamativa bata azul. Lali se pre­sentó desde el otro lado de la puerta mosquitera.

-Peter dijo que posiblemente pasaría por aquí. -Abrió la mosquitera y la invitó a entrar al salón, decorado con profusión de objetos clásicos pintados de vivos colores. Estaban por todas partes, sobre muebles de madera de raíz, viejas hojas de sierra y jarros de metal para la leche-. Soy Rocío. -Llevaba unas enormes zapatillas en forma de conejo.

-¿Le habló el sheriff Lanzani de mis problemas con los mur­ciélagos?

-Sí, claro. Ahora iba a despertar a los muchachos. Siéntese e iré a decirles lo que quiere de ellos.

Desapareció por el pasillo y Lali se sentó en una silla junto a la chimenea de piedra. Se oyó una puerta y Rocío pregun­tó desde el fondo de la casa:

-¿Es usted la que conduce un Porsche?

-Sí.

Un silencio y luego:

-¿Conoce a Pamela Anderson o Carmen Electra?

-Pues no.

Otro silencio y entonces Rocío volvió a la sala.

-Vaya, menuda desilusión para los chavales, pero la ayuda­rán igualmente.

Lali se puso en pie.

-¿Cuánto cobran habitualmente por hora? No sé cómo se paga por aquí.

-Págueles lo que considere justo, y después pase por aquí al mediodía, le prepararé una buena comida.

Lali no supo cómo reaccionar, sabiendo que cualquier res­puesta resultaría incómoda.

-Prepararé unas pitas de cangrejo y así nos conoceremos un poco mejor.

Eso era lo que Lali temía. Rocío no tardaría en preguntar­le cómo se ganaba la vida y Lali no hablaba de esas cosas con desconocidos. Tampoco quería hablar de su vida personal. Sin embargo, en lo más profundo de su alma, anhelaba tanto hacer­lo que sintió en su interior una burbuja ansiosa por salir a la su­perficie. Y eso la asustó.

-No querría causarle molestias -dijo.

-Bah, no es molestia. A menos que no acepte y hiera mis sentimientos.

Lali miró los profundos ojos de Rocío y no pudo negarse.

-De acuerdo, aquí estaré.

Los gemelos Dalmau, Andrew y Thomas, eran altos y ru­bios y, salvo el color de sus ojos y una ligera diferencia en la for­ma de su frente, parecían idénticos. Mascaban tabaco de igual forma y ambos colocaban el hombro izquierdo más alto que el derecho. Eran tranquilos y educados, y se miraban el uno al otro antes de responder a cualquier pregunta.

Lali dejó que entrasen en la casa en busca de murciélagos mientras ella esperaba en el porche delantero. Los oyó dar gol­pes y gritar en la planta de arriba, y unos cuarenta minutos más tarde Thomas salió y le dijo que habían encontrado cinco mur­ciélagos. Dos en un dormitorio y tres en el desván. Lanzó un es­cupitajo de tabaco en una lata de Coca-Cola, la mantuvo en su mano y le aseguró que los murciélagos ya no volverían a causar problemas. Ella no hizo preguntas. Le importaba bien poco lo que hubieran hecho con ellos.

Una vez resuelto el problema de los murciélagos, pidió a los muchachos que empezasen a limpiar las habitaciones de arriba mientras ella se ocupaba de la cocina. Limpió el horno, sacó el ratón muerto y después lavó la encimera y la nevera. La despen­sa estaba vacía, aparte la capa de polvo, y ella lavó los platos y los tarros y las ollas con jabón que encontró bajo el fregadero. Las ventanas tendrían que esperar a otro día.

A las once y media, la planta baja estaba limpia. Había una oscura mancha marrón en el suelo frente a la chimenea, y no hubo forma de librarse de ella. A mediodía, les encargó a los ge­melos que descolgasen las cornamentas y las guardasen en el co­bertizo. Después de eso, cruzó de nuevo la calle.

Rocío la vio venir y abrió la puerta antes de que llamase.

-Comamos antes de que los gemelos vengan. Tragan como limas.

Rocío llevaba una camiseta de Garth Brooks y unos ajusta­dos Wrangler con una hebilla de cinturón del tamaño de un pla­to. Calzaba botas de serpiente. Lali sólo llevaba un día en el pueblo, pero ya se había dado cuenta de que las pieles de ser­piente eran la última moda en Gospel.

-¿Qué tal lo hacen los chicos? -preguntó Rocío mientras Lali la seguía camino del pequeño comedor contiguo a la co­cina.

-Están haciendo un buen trabajo. Son muy educados y no se quejaron cuando les pedí que acabasen con los murciélagos.

-Por Dios, ¿cómo iban a quejarse por algo así? Esos dos han estado lanzándose bostas de vaca desde que aprendieron a andar. El verano pasado trabajaron en el matadero de Wilson Packing. -Le sirvió un vaso de té helado-. Me alegra oír que se com­portan bien. Van a cumplir los dieciocho dentro de una semana y se creen que lo saben todo. -Le entregó el vaso a Lali-. ¿Qué tal está la casa por dentro?

Lali bebió un sorbo y dejó que la infusión se llevase el pol­vo que se había aposentado en su garganta.

-Mejor que por fuera. Montones de telarañas, y había un ra­tón muerto en el horno. La buena noticia es que la electricidad y el agua funcionan.

-No me extraña -dijo Rocío, y dejó sobre el mantel azul y blanco dos platos con sándwiches de pan de pita-. La inmobi­liaria que compró la casa el otoño pasado cambió las tuberías y la instalación eléctrica de toda la casa. Lo que no pudieron fue bo­rrar la mancha de sangre.

-¿Mancha de sangre?

-Hiram Donnelly se suicidó con su rifle de caza delante de la chimenea. Esparció sangre por todas partes. Seguro que habrá visto la mancha en el suelo.

Sí, había visto la mancha, pero había supuesto que provenía de algún animal despellejado. Que se tratase de sangre humana le daba un toque inquietante.

-¿Por qué se suicidó?

Rocío se encogió de hombros y se sentó frente a Lali.

-Se descubrió que se había apropiado de dinero del condado para costearse sus extraños gustos sexuales.

-¿Era el juez?

-No, era nuestro sheriff.

Lali se colocó la servilleta sobre el regazo y cogió un sándwich. Sentía curiosidad, pero no deseaba que su vecina lo advir­tiese, por eso habló como si le preguntara sobre el tiempo.

-¿Era un pervertido?

-Le iba la dominación, que lo atasen y esas cosas, pero también estaba metido en otros asuntos raros. Un año después de la muerte de su esposa empezó a tener citas con mujeres con las que contactaba a través de internet. A mí me pareció bastante inocen­te al principio. Un hombre solo que busca compañía femenina. Pero hacia el final se pervirtió y ya no le importaba si las mujeres eran solteras o casadas, ni su edad, ni cuánto podía costarle. Perdió el control.

Lali le dio un bocado al sándwich e intentó recordar si ha­bía leído algo acerca de un sheriff que hubiese malversado dinero público para costear su adicción sexual. No había leído nada, porque de ser así lo recordaría.

-¿Cuándo pasó todo eso?

-Se mató hará unos cinco años, pero como ya le he dicho, empezó un año antes. Nadie en el pueblo lo sabía, hasta que llegaron los del FBI para arrestarlo y él se pegó un tiro.

-¿Hasta qué punto perdió el control?


"CONFESIONES" TERMINADODonde viven las historias. Descúbrelo ahora