Gehena - 5 - Peor que solos

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Un estacionamiento vacío, observó Edward al deambular.

— No hay autos ¿se dieron cuenta?—y nuevamente volvió a mirar a los alrededores para asegurarse— En ningún lado—recalcó y la duda comenzó a nublarle la mente mientras suavemente fruncía la frente—. Ni uno. Nada—el silencio que rodeaba todo le estremecía el cuerpo y le obligaba hasta acallar su respiración.

— Si—susurró Rocio detrás de él— ¿...será solo acá?

En ese segundo Edward desvió su atención a la estructura poseedora del estacionamiento. Era alargada y de un solo piso, esta última característica compartida con todas las casas y locales de alrededor.

Un pueblo. No, una ciudad pequeña.

— Ustedes dos pensando en por qué no hay autos— mientras Ciro decía eso Edward observó la cortina metálica que cubría la entrada del local, tenía rayones y largas hendiduras en su superficie gris— y yo pensando en porque mierda nos metieron acá.

— ¿Tendría que...?—comenzó Rocio (No..., son rasguños, se corrigió y de inmediato se detuvo con los ojos expandidos en totalidad) — ¡Ey!—se quejó ella al chocar contra su espalda—... ¿Qué?—la oyó decir (Alguien intentó abrirlos, se corrigió de nuevo, es mi imaginación. Pero algunos eran demasiado altos, notó, incluso hasta para alguien que clavara un pico en el metal con los brazos extendidos. Un pico lo atravesaría, idiota. Y tendría agujeros, no surcos, ni raspones. Habría que estar muy desesperado y tonto para tratar de abrirlo a golpe de cuchillos — ¿qué pasa? Edward—dijo zamarreándolo por el hombro, y eso deshizo la obsesión.

— ...hay que apurarnos—vio decir Ciro mientras entrecerraba los ojos y se acomodaba los lentes hacia arriba—no tenemos tiempo para ver que hay ahí dentro.

— No, nada—le contestó a Rocio mientras volvía a caminar. Ciro tenía razón. Había que apurarse.

— ¿Ustedes dos son amigos, novios o qué?

— ¿Es una pregunta en serio?—escuchó decir a Rocio.

— Me la estuve guardando—reconoció Ciro encogiéndose de hombre—. Vamos, que tengo el derecho de poder elegir en que preocuparme.

Rocio expulso aire con su nariz.

— Él es...—trató de decir

— Un conocido—interrumpió Edward.

— Dos hombres, dos mujeres—comentó Ciro cómo si repasara algo—dos conocidos y dos desconocidos...

Y de pronto, como si se le hubiese olvidado algo importante, Edward miró hacia atrás. Ahí estaba la chica de pelo negro, entre ella y la mujer de pelos dorados.

— ¿Vos cómo te llamas?—pregunto súbitamente.

— Más bajo—dijo Ciro, lo que provocó que volteara hacia él—..., y prepárense para correr si es necesario, vamos a llegar a la esquina.

Eso último disipo todo atisbo de curiosidad que poseía.

Comenzaron a reducir el paso y a volverlo más suave, lo que afinó su sentido del oído y la expectativa.

Se escuchó la piedra rozando contra la piedra.

— Fui yo, fui yo, perdón—dijo Rocio al momento tan rápido y tan por lo bajo que no se distinguieron sus palabras—. Mi culpa. Perdón— y todos lo que se volvieron a mirar pusieron su atención de nuevo al frente.

Un pedrusco continuaba dando giros no muy lejos de donde ellos pisaban.

El mundo se volvió gris, culpa de una nube, en el instante en que llegaron al ángulo de la cuadra.

Ciro se acercó al borde de un local, apretando su mano contra la pared rajada, y lentamente comenzó a asomar la cabeza. Y luego un poco más. Entonces, de forma fluida, volvió a ocultarse mientras se lo oía tragar saliva.

— ¿Qué?—preguntó finalmente Rocio mientras Edward expandía sus ojos.

— Nada, podemos pasar—y antes de cruzar la calle miró a ambos lados.

— La puta madre—soltó Edward mientras volvía a respirar y se posaba una mano en el pecho—, casi se me sube el corazón a la garganta.

— Perdón—se lamentó mirándolo por encima de la espalda—, es que me pareció ver algo moverse pero al final solo era una bolsa de supermercado.

— Una bolsa—repitió Edward y lanzó un suspiro mientras volvía a mirar hacia atrás, hacia la chica. Justo antes de hablarle esta abrió los ojos sorprendida—... ¿hablas o eres muda?

— Tal vez sea sorda—indicó Rocio.

La chica negó con la cabeza y volvió a posar su vista en el suelo.

— Oh...lo bueno es que parece que nos entiende—dijo Edward.

— No la escuché gritar cuando el auto estuvo a un metro de chocarla—señaló Ciro—. Esto tal vez sea demasiado para ella—era el momento menos indicado pero Edward quiso reírse—. Denle un poco tiempo.

Tras un corto silencio Edward preguntó:

— ¿No deberíamos buscar algo para usar cómo arma?

— Lo único que veo son piedras, cascotes y...una bolsa de plástico—añadió al ver como una daba salto cruzando la calle—, creo que puedes hacer una boleadora—y lanzó una corta risa.

Sin detener el paso Edward agarró un pedrusco suelto.

— Para estar rodeado de desconocidos conservas bastante bien la calma—comentó interesado mientras movía la piedra entre mano y mano.

— Ninguno de ustedes me demostró que era peligroso—fue su réplica mientras se encogía de hombros— podría decirse que hasta la chica muda es de confianza.

— ¿Y cómo estás tan seguro?—de pronto comenzó a sospechar.

— ¿Tú no estabas con ella antes?—contesto extrañado Ciro mientras lo miraba fugazmente sobre el hombro— Creo que los vi salir a los dos del mismo arbusto, si fue así entonces no de...

— ¿De qué hablas?—se encontró preguntando sin proponérselo, su mente hacía un ruido que no podía pasar por alto.

— Del anterior juego, claro—lo escuchó decir como si fuera algo normal y estuviera extrañado por la pregunta—, ese en el que si no matabas, te morías.

Crónicas de una Deidad: AngustiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora