Gehena - 15 - Milla (parte 1)

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Cuando llegaron las doce del mediodía se detuvieron en frente de lo que parecía ser una antigua granja con tres viviendas en su propiedad, una de ellas de doble piso, y un granero en el fondo.

No era joda esa frase común «los siguientes vecinos viven a kilómetros», pensó Edward mientras arrastraba sus pies por el camino de tierra que conectaba el hogar con la ruta. Deseó que aquellos doscientos metros de longitud se hicieran más cortos de alguna forma, Va a ser el paraíso, agregó con el paso pesado mientras las gotas de sudor resbalaban por su cara, produciéndolo una asquerosa picazón. No te rasques, no te rasques, se repitió mientras se concentraba en luchar contra aquella sensación. No quería experimentar ese ardor en la piel al retirarse el sudor con la mano; la última vez, el viento, pese a no ser frío, y que seguía soplando fuerte a su derecha, le había hecho doler la cabeza.

— Ya casi...ya casi... — dijo Ciro tambaleándose mientras se le adelantaba.

No...no de nuevo...

Había visto la cantimplora que descansaba en su bolsillo trasero un par de centenar de veces y la tortura había sido la misma. Cerró los ojos y sintió las asquerosas y repulsivas serpientes liquidas agitando su cuerpos de sudor, rascando su piel, sin decidirse a lanzarse o no.

Abrió los ojos nuevamente esperando que las cosas que le punzaba en los parpados no cayeran. Deseaba tener la suerte de la chica muda, ella se cubría la cabeza con la campera gris que tenía.

Pero esa musculosa roja que tiene es como una maldita diana y esa piel blanca que tiene..., los ojos se le entrecerraron y quiso llorar al recordarla, mirarla era como mirar al sol, te cegaba que fuera tan blanca como el papel...o rosada, según podría apreciar ahora al ver sobre su hombro. Volteó nuevamente...parece que lo hicieron a propósito. Como si quisieran que muriese a toda costa, pero que hijo de puta que hay que ser.

Él podía haber hecho lo mismo para alejar los dolores de cabeza pero entonces tendría que sacarse la musculosa y la piel se le caería a pedazos para cuando fuera de noche.

Cerró los ojos y se refugió en el sabor del agua, el último tragó que le dio media hora luego de encontrar la escopeta.

La escopeta...la escopeta..., pensó al volver a abrir los ojos.

La tira se le clavaba en un hombro y le retorcía suavemente el musculo mientras lo asaba a fuego lento (Comida...ni una puta cosecha...nada...campo, campo, campo y campo y más campo a los alrededores). Con el otro ya había hecho lo mismo pero de eso ya unos diez minutos, creyó. Aun sentía el calor, pero no supo si era el sol o el musculo cansado.

Al menos ya no te da el sol por la espalda..., pensó mientras se remojaba los labios que al instante volvían a secarse por el calor.

Al fin terminó aquel camino.

— ¡...Ciro!—se apresuró a decir de mala gana, no tenía ganas de hablar en lo posible. Le tengo que preguntar su otro nombre...después.

— ¿Eh?—le contestó en el momento justo en que lo agarraba por el hombro

— Hay que tener cuidado—le dijo y redujo el paso. Inspiró fuerte, expandiendo el pecho y alejando todos los inconvenientes que venía cargando—. Rocio—dijo volteando a mirarla. ¿Por qué ella no transpira? ¿Por qué? ¿¿¿Por qué por qué???—, Vení conmigo. Nosotros tres vamos a ver la casa del medio—le dijo a Ciro— y vos mirá con cuidado la del costado.

Edward terminaría posicionándose al lado de la puerta, con la chica muda detrás de él, esperando que Rocio termine de rodear el hogar.

— No hay nadie...ni nada—dijo ella casi sin mover la boca. El calor la había afectado a ella también. Ninguno había soltado palabra alguna en todo el camino hasta este lugar.

Crónicas de una Deidad: AngustiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora