Capítulo 3: La damnificada

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Rostros desconocidos, miradas pérdidas, y nadie ahí parecía importarle lo que sucedía y dejara de suceder en la alta aristocracia. ¿Sabían de su desaparición? Se preguntó Gladys para sus adentros, mientras viajaba en el tren, a su lado izquierdo la custodiaba Heather. No había escapatoria, a la primera intención de huida, él le cortaría el cuello. Observó de reojo los rasgos de aquél muchacho, no habría de tener un poco más de la edad de su hermana menor Esme. Se permitió pensar un momento en cuál sería el motivo de que un chico de su edad terminara secuestrando jóvenes. ¿Acaso estaría siendo manipulado por el otro joven? ¿Cuál sería el motivo que una a estos dos hombres en una fechoría como ésta?

—No se preocupe mi lady, no falta mucho para llegar. —susurró el joven de cabellos dorados como el sol que ahora mismo entraba por la ventana del ferrocarril. —Esperamos que disfrute el viaje.

— ¿A dónde vamos? —preguntó temblorosa. Gladys estaba haciendo un sacrificio enorme para no largarse a llorar en medio del tren. Temía que ese fuese su último llanto.

De hecho, intentó mirar fijamente a alguno de los pasajeros allí presentes, sostenerle la mirada quizás alguno, y señalarle mediante ellas que algo andaba mal con los hombres que la acompañaban. Pero al contrario de lo que esperó, nadie la miró.

—Ya verá. —dijo el joven con una sonrisa deslumbrante. Gladys observó su perfecto semblante y no tardó en preguntarse el porqué de que un hombre de su índole se volvería un criminal.

Pero acalló sus infantiles pensamientos y volvió a la realidad; ¿La estarían buscando? ¿El hombre que Heather acuchilló habrá llegado a dar el mensaje? ¿Seguirá con vida? El tren se ha parado. El muchacho de los ojos pardos se levanta de su asiento y acto seguido la toma del brazo.

—Heather, ahora la escoltaré yo. —agregó apócrifo el joven. —Además, creo que a la Srta. Le gustaría más ser escoltada por un conde, como todas las hijas de la alta sociedad. ¿No es así Gladys?

—Como si fueses a ser un conde. —replicó beligerante mientras bajaba del tren escoltada en sus brazos.

—Ohh mi lady, claro que lo soy. Nuestro inoportuno encuentro no ha permitido que nos presentemos correctamente. Soy Howard Collingwood. Glagys, impávida, recordó haber escuchado ese mismo apellido hacía tiempo atrás, cuando su padre le comentaba de pequeña que una vez que crecieran tendrían que aspirar a familias como los Woodgate o los Collingwood. Pero tiempo después dejó de escuchar a su padre nombrar a éstos últimos. ¿Podría ser este joven realmente un Collingwood legítimo? Nada habría de raro si lo fuese, pues su aspecto era más bien el de un príncipe.

''Pero los príncipes no secuestran jovencitas'' se respondió instantáneamente.

— ¿A dónde nos dirigimos? —preguntó al verse encaminada hacia la salida de la estación.

—Que pregunta Gladys, por supuesto que afuera. Donde nos espera el cochero. —aclaró el conde, mientras posaba su mano un poco más arriba de su cintura. Gladys intenta quitarle la mano, pero de pronto se ve abrumada por tanta gente mirándola, o mejor dicho, mirándolo.

Las señoritas sonreían suspicaces mientras le dirigían todas las miradas al joven. A Gladys incluso le pareció indecorosa la forma en la que tantas miradas se depositaron en él. Ni siquiera pudo haber pedido ayuda mediante señas, porque su existencia pasó a ser total o parcialmente eclipsada con la presencia de los dos jóvenes allí presentes, que ahora mismo la escoltaban a la berlina más cercana. Se permitió el regocijo, pero solo un poco, para luego terminar volviendo a la realidad, estos jóvenes la habían secuestrado. Nada tenían de galanes. Y nada tenía de dichosa su situación.

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