Capítulo 23: Monstruos que no son monstruos

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Nada era más sombrío que haber descubierto la lúgubre cara del verdadero Londres; Los Collingwood habían sido asesinados por nada más y nada menos que Arthur Woodgate. El masacre de una familia entera que dejó como únicos sobrevivientes, a quienes deseosos en su momento hubiesen aceptado la muerte junto con sus seres queridos pero eligieron tomar el camino de la venganza, Howard Collingwood, y a su sirviente, Heather Lawton. Y los crímenes no solamente se llevan víctimas, también hay quienes los sufrieron como daños colaterales, tal era el caso del pobre conde Hamilton, que había comprado el lugar de los hechos sin conocimiento alguno, tentado por un precio casi idílico, pasando así a ser el sospechoso número uno de un crimen del que nunca fue participe. 

Las víctimas más directas del horror vivieron toda su vida con un solo objetivo; matar a los culpables de tal fechoría. Lo habían jurado meses después de lo ocurrido, con tan solo diez y ocho años, dos niños pasaron a conocer el lado más cruel de la vida; la barbarie de los codiciosos. Desde entonces, con un pacto de sangre que sellaron una noche, decidieron resarcir todo el dolor causado con la misma moneda. Se prometieron a si mismos no volver a descansar hasta que el culpable de la muerte del apellido Collingwood y su servidumbre, pagara por lo ocurrido. Howard y Heather comenzaron entrenándose el uno al otro con peleas callejeras que tenían asidero en los lugares más recónditos de Cambridge, la ciudad en donde vivieron la adolescencia junto con los abuelos paternos de Howard. Para cuando se dieron cuenta de que las circunstancias no estaban a la altura del plan, y golpear no era lo mismo que matar, decidieron mancharse las manos de sangre por primera vez en Brighton, con un pederasta que había salido de prisión por falta de pruebas, o en su defecto, por muchos contactos. El primero en darle una puñalada fue Heather, esa fue la misión. Su amo observaba listo para darle su aprobación, fue entonces cuando descubrió que ver morir a un ser humano que no merecía llamarse así era mucho más excitante que tener relaciones sexuales. El hombre gimoteó, con la segunda puñalada dejó de respirar. La sangre le daba brincos por la yugular mientras que a Heather se le dilataba la pupila como si hubiese estado en un trance. Había matado a un hombre, o a un monstruo, pero un hombre en fin. El cuerpo ensangrentado yacía en un callejón oscuro en las neblinas, a las cuatro de la madrugada.

La segunda muerte fue llevada a cabo en Salisbury, Howard llevaría a cabo la matanza esta vez. ¿Cómo puede la realeza hacer tales atrocidades? pensó. Pero dentro suyo tenía algo que lo diferenciaba de su fiel sirviente, y era algo que el joven Howard pudo discernir a unas cuantas víctimas más. A Heather le temblaba el pulso al matar, pero lo hacía por una especie de gratitud para la vida que le siguió después de la muerte de sus padres. La idea de la venganza se le había ocurrido a su amo, en primer lugar. Sin embargo, él no planeaba desligarse del tema. Prefería que le cortasen una mano antes que fallarle a quien le ha dado de comer tantos años después de perder lo único que tenía como familia. Pero para Howard era distinto. Cada vez que mataba, saciaba un instinto en su ser que lo llevaba casi al orgasmo. Lo descubrió cuando se metieron a escondidas en el arrendamiento de lo que parecía ser un estafador y abusador de señoritas de la alta aristocracia. En Salisbury se comentaba que el hombre las llevaba a sus aposentos para cortejarlas y luego les quitaba la virtud a fuerzas. No había ningún delito en ello, no hay nada más vergonzoso que no ser más virgen o provocar a un hombre. Las víctimas eran las culpables. O esa era la excusa del hombre cuando las llevaba a la cama a rastras.

Aunque Howard se sabía los puntos claves y los lugares más letales para una persona, a él le gustaba ver que sus víctimas le suplicasen piedad. Esa vez, le clavó un cuchillo en la yugular, y lo miró fijamente a los ojos mientras éste se desangraba a morir. Howard se bañó en sangre instantáneamente, Heather lo miraba con seriedad, quizás muy en el fondo también temor y admiración, si eso fuese a ser posible, claro. Howard soltó una sonrisa de punta a punta para cuando el abusador volteó los ojos a muerte. Su perfecto semblante se esbozó en aquella habitación mientras que estiró el cuello y soltó;

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