Prólogo

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Siempre, desde que tuve uso de razón, supe que era diferente. No especial. No superior a los demás. Simplemente, diferente. Recuerdo la primera vez que me di cuenta de que no encajaba entre los demás niños que jugaban en el patio del recreo del colegio-orfanato donde vivía. Lo tengo tan fresco en la memoria como si hubiera sido ayer, creo que soy capaz de recordar cosas que ningún otro humano podría obtener de su memoria por mucho que se esfuerce.

Sí, como iba diciendo, me acuerdo perfectamente de ese día.

Yo estaba sola, como la mayor parte del tiempo, no es que fuera rarita. Pero a los demás niños les costaba aceptarme.

Me encontraba sentada sobre un pequeño murete, abriendo mi bolsa de tela del almuerzo, donde la hermana Mary me había puesto la comida esa misma mañana y estaba muy contenta porque me había puesto dos de mis galletas favoritas. La hermana Mary siempre fue mi persona preferida en el mundo, y creo que yo también fui la suya.

Las escuché llegar desde lejos, siempre hablando en voz muy alta y riéndose de algo de lo que yo no tenía ni idea. Pero, a pesar de que yo no molestaba y que estaba situada casi al otro lado del patio de recreo, se acercaron a mí. No las esperaba, o tal vez sí, hacía muchos días que no se venían a meter conmigo. Normalmente eran un par de palabras feas y algún que otro robo de mi almuerzo, nada que no pudiera superar, la verdad. Me consideraba una chica fuerte por aguantar sus abusos sin quejarme, no valía la pena quejarse.

-Mirad a quien tenemos aquí  –Julieth tenía la voz más aguda de las cuatro niñas, el pelo rubio ceniza y los ojos azules claros. Era una muñequita de porcelana con esa piel blanca y esa cara tan angelical, que ocultaba una personalidad horrible–, la rarita, sola como siempre.

Paladeó cada palabra a medida que las soltaba, como si fuera el mejor manjar del mundo y quisiera saborearlo poco a poco. Hay gente mala en el mundo y luego estaba ella, hasta que me topé con gente mala, malísima, de verdad y dejé de tenerle rencor a la niña. Porque, claro, al fin y al cabo, solo era eso, una niña.

No contesté, solo la miré fijamente con una gran sensación de decepción, realmente me hubiera gustado comerme las galletas. No las suelen comprar mucho en el orfanato, pero cuando lo hacía, la hermana Mary siempre me daba dos y a mí me encantaba. Sin embargo, veía venir que ese día me quedaría sin ellas.

Me las arrebataron, como había supuesto, tuve que observar cómo se las comían delante de mí y el labio inferior me empezó a temblar, eran mis galletas y casi nunca las compraban porque eran caras y me fastidiaba que unas abusonas me las quitaran. Por lo que me puse en pie, con decisión y los ojos tan llenos de lágrimas que apenas me dejaban ver bien. Les dije que eran unas niñas malas y que quería mis galletas de vuelta, que me las devolvieran.

Nunca he sabido si fue el azar o el destino quien me impulsó a plantar cara en ese momento exacto y no durante los anteriores encuentros; pero tampoco me habían pegado una paliza como la que venía ahora. Oh, sí, también recuerdo eso, nunca me permití relegarlo a un lado en mi memoria, lo mantenía fresco para recordarme que siempre hay elección.

Quedé muy magullada en el suelo del patio del recreo, con la nariz sangrante por una patada, el labio inferior partido por un puñetazo, una de mis trenzas desechas tras un jalón... mi uniforme sucio por el polvo y la tierra después de acabar encorvada y en posición fetal sobre el suelo, recibiendo patada tras patada. Deseando que alguien me ayudara, que alguna profesora se diera la vuelta y nos viera. Deseé que se detuvieran. Deseé desaparecer. Deseé ser tan fuerte que nadie nunca más en la vida me volviera a poner un dedo encima y, de repente, dejaron de darme agredirme. Se detuvieron bruscamente, esperé cinco segundos, luego conté diez, más tarde treinta y decidí dejar de cubrirme el rostro para verlas.

Estaban tiesas, mirando de un lado a otro con los ojos abiertos de par en par por el terror. No hablaban, si quiera soltaban quejido alguno y me extrañé. Entonces llegaron las voces, de la misma forma que tiene un tsunami de arrasar una ciudad. Y me aturdieron tanto que perdí el equilibrio para caer sobre mis rodillas, haciendo sendas heridas profundas sobre las que ya estaban abiertas tras la pelea.

Escuché a Julieth gritando, pero no por la boca, en mi cabeza. Estaba aterrorizada, porque no se podía mover, me llamaba bruja. Quería huir de mí. Estela me llegó con aún más ansiedad y me aturullaron tanto sus exclamaciones mentales que cuando se unieron a las de Meredith y Alisa, ya no pude soportarlo más y me desmayé. Supongo que ellas, inmediatamente, recobraron el movimiento.

Cuando recobré el conocimiento ya no estaba en el pato del colegio, estaba tendida sobre una mullida cama que olía a flores y notaba alguna que otra extremidad vendada. Sin embargo, no me moví cuando me desperté, no moví ni un músculo, porque aquello no era normal. Algo me decía que no estaba en la enfermería, que no estaba dentro si quiera de las instalaciones del colegio. Y aquello me aterrorizaba.

Entonces la puerta se abrió lentamente y escuché su voz, una voz que no me llegaba a los oídos, sino a la cabeza directamente. Empecé a temblar cuando me vi desde su perspectiva; no parecía yo la niña postrada en la cama de mullidas almohadas blancas, con el rostro excesivamente pálido y con contusiones. Ya no llevaba las trenzas, sino el pelo oscuro suelto y el labio inferior partido. Y el millar de preguntas que se habían formado en mi mente se deshicieron cuando ella empezó analizarme; sabía mi nombre, mi edad, donde vivía y desde cuándo era huérfana. Sabía quiénes eran mis padres.

Abrí los ojos de par en par y ella, una mujer con el rostro afilado, grandes ojos azules y el pelo caoba recogido en un moño, me miró fijamente y fue sonriendo poco a poco. Como si temiera asustarme, se llamaba Helen Bloom. Era doctora. Y tenía el miedo de asustarme y que intentase escapar.

-Bienvenida de nuevo, Ahriel –casi susurró acercándose poco a poco a mi cama–, me llamo Helen, Helen Bloom, y estás en la casa de la señora Knight.

Ángeles de Cristal (Capitán América)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora