Tuvo que recorrer muchos metros para dejar de oírlos. Tanto a los seres que estaban bajo el mar, como a la multitud de humanos que estaban en la orilla.
La goma de su cola se había aflojado con el agua y le molestaba, pero no se detuvo a colocarla. Se adentró en el bosque a gran velocidad.
Las ramas crujieron bajo sus pies, tomó consciencia de que iba descalza, tan solo con calcetines mojados. Sus zapatillas deportivas se perderían en el agua. No le importó, no se detuvo. Corría dirección a las colinas en las que vivía su abuela, el lugar en el que ella misma vivió hasta que su tío regresó de la Universidad y ambos fueron a vivir a la casa de los padres de Halia, situada en una cala junto al mar.
Faltaba poco para llegar, su mente tenía una gran capacidad para controlar el tiempo y la distancia que llevaba recorrida. Llegó hasta ella un olor putrefacto de animal y por instinto, cuando el olor se hizo intenso saltó. El animal muerto quedó atrás.
Otro olor penetró en sus orificios, pero este ya más placentero, y muy familiar. Sopa y pescado al horno. El estómago le dio un pinchazo. Si entre todas las particularidades de Halia, hubiera alguna que resaltara sobre las demás, era ese hambre voraz e incontrolable, contra el que no podía luchar, ya que en el momento que llegaba a su estómago, tenía que saciarlo.
Respiró hondo “Tarta de galletas”, olía a tarta de galletas con vainilla. El dulce, su debilidad, no sabía el porqué de esa necesitad de consumir azúcar constantemente, a veces tan incontenible.
Su carcaj y su arco estaban chorreando, rezó por que no se estropearan. Ya ni decir tenía las flechas. Seguramente la mayoría se habrían perdido junto a sus botines, pero en ese momento no le importó.
Le había dado a aquel medio pájaro o lo que fuera, claro que le había dado. Ni siquiera podía verlo, pero su pulso fue firme al apuntarlo. “No logró esquivarla, le di y se golpeó contra las rocas”. Sonrió, la necesidad de azúcar pasó a un segundo plano. Aunque su estómago rugía provocándole un vacío doloroso.
—¡Halia! –su voz no estaba cerca, pero lo oyó claramente y desvió su dirección hacia él.
Detuvo su carrera a unos metros de donde según su olor, su amigo la esperaba. Parte de la ropa de Halia se había secado con la carrera. Se quitó el carcaj del hombro y lo dejó en el suelo.
—¿Queda alguna flecha? —preguntó al amigo desconocido.
—Eso no importa ahora, ¡abre la mano! —le respondió él.
Halia obedeció y notó como sobre su palma caían uno tras otro, contó hasta cinco terrones de azúcar. Cerró la mano, y encorvó su espalda al engullirlos. Su estómago parecía dar la vuelta en su interior. No era solo su necesidad, estaba hambrienta.
Halia tragó hasta el último grano, repasó sus dientes con la lengua, buscando restos. Una vez saciada su necesidad, se acuclilló junto a su carcaj. Estaba impaciente por comentar con él lo de las flechas.
—Al menos ahora sé para qué sirven… —Halia tanteó, había perdido todas las flechas convencionales, y tan solo había conservado dos de las largas.
—No te preocupes por las flechas, te traeré más —dijo él tranquilo.
—No la pudo esquivar, demasiado rápida —añadió ella efusiva— ¿de qué animal son las plumas que le pusiste?
Él rió.
—¿Animal? No fueron las plumas —le respondió— Fuiste tú.
Halia frunció el ceño. Tenía muchas preguntas que hacer, pero no era el momento. Anochecía, su abuela la esperaba, y su tío la estaría buscando por todas partes. Aquello le recordó que Markus la cosería a preguntas sobre el pájaro y su flecha certera. Resopló.
—¿Vendrás mañana? — preguntó a su amigo mientras reanudaba la marcha. No esperó respuesta — Trae más flechas.
Sus palabras sonaron a orden. Se oyó una risa. Risa y olor se alejaron de inmediato. Halia sonrió. Su misterioso amigo parecía ser aún más veloz que ella.
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Cazadores de Titanes: La cuarta raza
FantasyUna isla al norte de Noruega queda aislada, remolinos en el agua y en el cielo hacen que barcos y helicópteros acaben en las profundidades del mar. Halia, una joven invidente, vive en esa isla donde testigos dicen ver criaturas en el cielo, la monta...