El odioso pitido de la alarma me arrebata el sencillo y delicioso placer de dormir. Abro mis ojos de golpe y alargo mi brazo para apagarla.
Disfruto de unos 5 minutos acostada, en los que me doy ánimos interiormente de que más rato, de nuevo será de noche y por lo tanto volveré a dormir.
Con toda la fuerza que la mañana me permite tener, abro mis ojos lentamente, me los restriego, bostezo, me levanto y me vuelvo a tirar en la cama ¡mi linda rutina! Sinceramente no sé a quien se le ocurrió que el colegio comience en la mañana, es decir ¡esas personas no tienen compasión por la gente como yo!
Hago el intento de levantarme por segunda vez y esta vez, antes de que la tentación de volver a la cama me gane, me dirijo hacia el armario, me visto con el sencillo uniforme color azul y luego mis pies casi por inercia, me llevan al baño.
Pasados unos 10 minutos ya estoy lista para iniciar otro día más de tortura, digo tortura porque ¡vamos! ¿Quién disfruta ir al colegio? Es decir, está lleno de personas que nos enseñan cosas que para ellos son completamente "útiles" si claro, como si algún día fuéramos a decir "señor me da dos raíces cuadrada de pan por favor" ¡no! eso no pasa, por lo que a mí respecta uno pide los kilos de pan y punto. Pero el día que alguien haga entender esto a los profesores va a ser el día que yo me despierte feliz por la mañana, o sea nunca.
Saco un yogurt del refrigerador (al parecer es el último que queda) y una barrita de cereal, nunca he sentido la necesidad de sentarme a tomar desayuno en la mesa porque las mañanas en mi casa son heladas y se sienten aún mas heladas con la casa vacía. Mis padres trabajan, por lo que siempre amanezco sola.
Con mochila en hombro y desayuno en mano salgo de mi casa. Camino hacia la dolorosa rutina mientras mastico mi barrita de cereal. Mi casa queda en un vecindario que está cerca del colegio donde estudio, por lo que uno puede llegar perfectamente a pie (si uno se apura claro)
Hace unos meses, cuando cumplí 17 años, mis padres me compraron un auto de regalo. Escogí un auto escarabajo de color rojo, pero lamentablemente mis aptitudes para el volante no fueron de las más buenas. Choque a mi pequeño Elmo en un abrir y cerrar de ojos. Mi madre me quitó las llaves y desde entonces no tengo permiso para manejarlo.
En este momento extraño a Elmo. No tendría que estar caminando tan aceleradamente con miedo a llegar atrasada.
Paso por la casa del fondo del vecindario donde vive mi amiga Emilia. Le grito para que salga.
–Llegas tarde –dice Emilia mientras se dirige hacia mí.
–Si pues, ya sabes, mi cama no...
–Quería dejarme ir –concluye ella por mí.
–Exacto –afirmo con una sonrisa, a la cual ella rueda los ojos.
–Extraño a Elmo –se lamenta como hace todas las mañanas cuando caminamos al colegio.
–Yo también –le respondo triste. A pesar de que hayamos ido caminando al colegio la mayor parte de nuestras vidas, los pocos meses de final de clases del año pasado nos habían dejado acostumbradas a ir en auto.
Caminamos juntas lo que queda del trayecto y al momento de llegar al colegio, el ambiente escolar nos invade, pero ya saben, no todos están en su modo más alegre, más bien somos como un montón de adolescentes caminando monótonamente y con cara de zombis por estos pasillos del mal.
Nos dirigimos a nuestra sala de clases y al entrar mi vista se enfoca en mi puesto. Me dirijo a este con impaciencia y al sentarme recuesto mi cara en la mesa.
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¿Quisieras aferrarte a mí?
RomanceEscribí esta historia a los 14 años, por lo tanto sí, está bañada en cliché, salseo y humor. . ¿Te gustan las historias con giros inesperados? Ya sabes, al estilo "sales de tu casa y te encuentras a un delfín disfrazado de Homero Simpson caminando...