Capítulo XI

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"Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos." – Julio Cortázar







- ¿Adrian Peterson? – dudo. Él asiente hacia mí, y una pequeña sonrisa se extiende por su rostro. Y qué rostro....

Sus ojos son del mismo azul que los de Kay. Un azul tan cristalino, como el agua del mar. Su pelo es castaño claro. Y luego está su boca, que se ve perfecta con esa sonrisa.

Cuando recuerdo que estoy envuelta por sus brazos, me percato de los músculos. Esto sí es nuevo. Definitivamente la armada le dio un buen físico, y aunque no he visto el resto de su cuerpo, puedo imaginarlo.

- ¿Eres tú, Anabelle? – me inspecciona. Había olvidado que él era el único que me decía Anabelle. Y había olvidado lo mucho que odio que me diga así. Hago una mueca.

- La misma – respondo, sonriendo. Me alejo un poco de él, y entiende esto como la señal para soltarme. Gracias a Dios.

- Eres tú, pero no – dice, mirando desde mi cara hacia abajo al resto de mi cuerpo. Luego, vuelve su mirada a mi rostro. Siento que mi cara se enciende furiosamente. Calma, Ana.

- Tú también has cambiado mucho – le digo. Y ahora que puedo echarle una mejor mirada, lo hago.

Su cuerpo realmente creció. Ahora es todo músculos, pero no exageradamente. De hecho, podría apostar a que tiene tan buen físico como Max.

Max.

Mierda.

Olvidé que debía llamarlo tan pronto me encontrara con Adrian.

– Ahm, discúlpame un momento – le pido. Él asiente. Desbloqueo el celular y llamo a Max. Él responde al segundo timbrazo.

– ¿Ya estás con él? – me pregunta. Este hombre nunca se anda con rodeos.

– Sip – respondo. Miro a Adrian y le sonrío. Él me sonríe de vuelta.

– Bien. Nos vemos, entonces – dice, y cuelga. Siento que mi cara vuelve a ponerse roja, pero esta vez por la grosería de Max.

- ¿Estás bien? – me pregunta Adrian. Creo que se dio cuenta de mi reacción, porque me está dando una mirada preocupada.

- Sí, no te preocupes – le digo. Él frunce el ceño. – De verdad, no pasa nada. ¿Nos vamos ya? – le pregunto.

- De acuerdo – me dice. Comienzo a caminar, y luego lo siento caminando a mi lado. – Así que, ¿enfermería? – curiosea. Yo me río de esto, porque aun cuando éramos pequeños, él hacía lo mismo.

- Sí. Al final me decidí – le cuento. Él se ríe también, y sacude la cabeza.

- Tenías que decidir entre ser una enfermera, o un payaso. Creo que era la decisión más difícil – se burla. Yo le saco la lengua.

- En realidad, era bastante difícil – digo muy seria. Él eleva una ceja.

- El hecho de que amaras los payasos, no quiere decir que tuvieras que ser uno también – dice, como si fuera algo obvio. Yo dejo de caminar. Adrian se da la vuelta y me mira. - ¿Qué pasa? – me pregunta.

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