Capítulo 2

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Hoy he llegado al hospital con energías renovadas, a pesar de que hoy es un día de la semana que me altera particularmente: jueves. Creo que mi repentina disposición se debe a que una parte de mí sigue con la adrenalina alta por lo de ayer. En la madrugada de ayer llegué a mi departamento y en lugar de desplomarme en la cama, como de costumbre, me puse a platicar con los rosales.

-¡Makoto, Mekoto, Mikoto! –las llamé, sin importarme el escándalo que estaba haciendo a las plenas siete de la mañana -. Adivinen qué pasó hoy... -en ese momento llegó Pakkún, mi labrador, y les conté todo, todo, todo.

Muchas personas hasta se reirían de mí si supieran que hablo con mis plantas y con mi mascota como si de mis íntimos amigos se tratase, pero no saben la cantidad de tensión que libero al hacerlo. Eso añadiendo que no hay nadie más en casa con quien hablar. Vivo sola desde que me independicé de mis padres hace tres años. Y casi nunca recibo visitas, porque mi horario laboral me lo dificulta. Apenas y me alcanza el tiempo para hacer todas las tareas del hogar y de mi cuidado personal. Mis días libres los dedico a dormir, limpiar, o estar de ociosa leyendo o viendo las películas viejas que pasan en la televisión.

Esto no quiere decir, aclarando, que no me guste salir. De vez en cuando me permito ir al cine, o llamo a mis amigas para que vayamos a cenar a alguno de esos restaurantes llamativos del centro de Tokio. Detalles así. Lo que pasa es que, o simplemente no tengo ganas de ir a ninguna parte, o no puedo porque tengo que trabajar. Digamos que estar en un turno de noche hace tu vida un poco más... limitada.

¡Ah! Y también la cuestión del dinero. El bendito dinero, aquel que tanto me hostiga. Algo que nadie sabe es que estoy ahorrando, en una caja que, por cierto, salió de regalo en una promoción de dos por uno en el súper. Es una cajucha de metal más o menos mediana, que en su momento estuvo llena de toallas femeninas, y que actualmente está hasta la mitad de monedas y billetes de distinto valor.

La guardo en un cajón de mi buró, a la cual le metí botones, estambres y otras chucherías, para tapar el dinero de la vista del curioso que logre encontrarla y se le antoje abrirla. Sólo por si acaso.

-Qué tal, Sakura-san –me saluda mi paciente encargado, el señor Hukinata, sacandome de mis pensamientos. Es uno de mis ancianitos preferidos, porque tiene unos modales muy finos, y porque es de los únicos que toleran (con muy buen humor, cabe decir) mi tendencia a distraerme hasta cuando una mosca pasa.

-Muy bien, ¿y usted? –le devuelvo cordial el saludo. Pacientes como éstos alegran mi día. Y así, como una bailarina de ballet que ha ensayado la misma coreografía hasta ejecutarla casi dormida, se me va otro día en el hospital, enfrascada en mi tan preciada rutina de enfermera. Hago casi lo mismo que ayer, que antier, y el día anterior a ese. Que todos los días de los meses anteriores. Y debo confesar que no me parece en absoluto desagradable. Me siento tranquila, con la mente en paz. ¿Seré de las pocas personas que son plenamente felices con su vida actual, a pesar de sus pequeños problemas? Creo que podría hacer esto por el resto de mi vida, si así me lo propusiera. Aunque hay veces (muy raras veces) en las que me pregunto si vivir así en realidad vale la pena. Simplemente existiendo, ocupando un lugar en éste mundo, con un sendero bien definido y libre de baches. En verdad, ¿valdrá la pena?

Ya voy de salida, cuando alguien me jala levemente el uniforme por los hombros, haciendo que voltee:

-Disculpe, enfermera –me topo con la azul mirada de un chico rubio, muy apuesto, a decir verdad. –¿Me podría ayudar a localizar un paciente en éste hospital?

-Claro que sí, ¿cuál es su nombre? –el joven ríe avergonzado.

-Ese es el problema: no sé cómo se llama. ¡Pero sí sé como es! –dice entusiasta En realidad, lo que yo preguntaba era precisamente su nombre, el del rubio, pero no le doy importancia por el momento. Se lo pediré más tarde para registrar la visita en la recepción. Dejo que el joven hable, y la persona a quien describe no puede dejarme más sorprendida.

-Pues es alto, delgado, pálido, tiene el pelo negro... -pone una mano en la barbilla, y frunce el ceño mientras habla -. Creo que sus ojos también son negros, o cafés, no lo recuerdo, pero sí que son oscuros. La verdad le mentiría si le dijera porqué razón está en este hospital, pero fui yo quien llamó a la ambulancia para que lo trajeran...-

-Acompáñeme. Creo saber quién es –lo interrumpo, y emprendemos marcha hacia el área en donde tienen al chico adicto, que es quien, supongo, está buscando.

En el camino le pregunto a un par de compañeras a qué piso lo han trasladado y llegamos en un santiamén. Hay un joven blanco y de pelo negro en la blanca camilla, con la mirada puesta en algún punto indefinido del techo. Si no supiera de antemano que aún respira -gracias a las máquinas del cuarto a las que lo tienen conectado-, creería que está muerto. El chico rubio se acerca con pasos inseguros al pie de la cama, mordiéndose el labio inferior. Yo procuro no entrometerme más de lo que, para variar, ya lo hice.

-Hola... -empieza suavemente -. ¿Cómo te encuentras?...

Silencio. El chico pelinegro apenas y le ha dedicado una mirada. Parece darle igual que alguien, a quien seguramente no conoce, se preocupe por su estado. Eso ha sido muy grosero, y no he podido evitar molestarme un poco, aunque he de recordarme que quizás no se ha recuperado lo suficiente como para hablar.

-Bien. –suelta escueto. Su voz sale áspera tiene que carraspear un poco para aclararla, pero logro identificarla como grave y masculina.

-Bueno, yo... Eh, no sé cómo empezar 'tebbayo... –murmura. No tengo idea sobre si esa palabra tan extraña existe, pero creo que se trata de alguna especie de tic nervioso -. Ayer te ví muy mal y decidí que lo más conveniente era que te dieran atención médica urgente. Lástima que no me dejaron pasar a la ambulancia para acompañarte, porque si no, a lo mejor podríamos haber...- el adicto lo interrumpe.

-"Lo más conveniente"...- suelta una carcajada sin gracia, y sé por su expresión que, muy probablemente, le ha dolido reírse -. ¿Y quién eres tú para decidir qué es lo más conveniente para mí? –ha fruncido en entrecejo. Se miran fijamente a los ojos, uno molesto y el otro sumamente confundido. Parecen hablar sólo con la mirada, y éstos segundos se me empiezan a hacer incómodamente eternos.

Tengo un mal presentimiento.

MORFINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora