Capítulo 4

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Mi cama es muy cómoda. Justo ahora estoy acostada, mirando al foco parpadeante que cuelga del techo.
Eso me recuerda que tengo que pagar el recibo de la luz. ¡No, ahora no! Lo haré mañana.

Mi cama es muy cómoda, vuelvo al pensamiento. ¡Vaya que es cierto! Prueba de ello es que nunca he tenido dificultades para dormir, ni dolores de espalda. En cuanto apoyo la cabeza en la almohada, caigo rendida.

Empiezo a pensar en todas las camas del mundo: japonesas, australianas, rusas, brasileñas, italianas. De madera, de metal, de marfil. Rojas, blancas, azules, negras, verdes, plateadas. Las camas de las cárceles, de los hoteles, de los institutos, de los hogares, de los hospitales.

Oh, las famosas y temidas camas de hospital. Mi colchoncito rasgado y pequeño, aún cuando tiene un resorte casi por salirse justo en el medio, es inigualable en cuanto a confort. Esto hace preguntarme cómo se sentirá dormir en una camilla del hospital donde trabajo. ¿Tan malas serán?

No creo que sean igual de suaves y esponjosas que la mía, pero he escuchado tanto a pacientes que se quejan de lo tiesas que son, como de otros que han llegado a ofrecer dinero por ellas. De cualquier modo, estoy orgullosa de mi querido colchón, a pesar de haberlo adquirido en una tienda de garage por una miseria.
Oh, sí, Amo las ofertas. Pero no es por vanidad ni mucho menos. Más bien, sucede que apenas y me alcanza para sobrevivir mes con mes.

—¿Enserio vas a llevarte esa basura, muchacha? Te advierto que esa cosa me sacó reumas...—

—Lo que sea es bueno, señora. Muchas gracias.

La amargada anciana insistía tanto en lo infernal que era, que por poco hacía que desistiera de comprarlo, pero la verdad es que ese precio tan ridículamente barato me venía como anillo al dedo en aquel entonces: cuando acababa de mudarme y no tenía más que una sillita de madera y un ropero, con espejo incluido. Todo un lujo.

Y esa es la historia de mi amado colchón, que, como todos los colchones, es el santuario donde toda la gente debería desconectarse de sus problemas. Mediante el sueño, claro.

A la mente se me viene la imagen del chico adicto, por tercera vez en lo que va del día.

Por Dios que él y Naruto no han parado de darme vueltas en la cabeza. Ya era martes y esos dos seguían ocupando mis ratos de reflexión. El verdadero objetivo de divagar sobre las camas era dejar de evocarlos en la mente. En fin, me rindo en la batalla contra su recuerdo y decido permitir que los monólogos internos surjan, como siempre.

Puede ser que el adicto se haya despertado de un humor fatal (cortesía de las nada confortables noches en el hospital, vaya) y por esa razón hubiese montado la escenita esa del jueves... Pero cabe también la posibilidad de que, en verdad, se sienta terriblemente sólo. Y enfadado con la vida.

Oh, ahora que recapitulo los hechos, el había dicho que se sentía muy mal. Pero, ¿eso justifica sus actos? Quizás en parte sí: el ser tan antipático. Vamos, nadie anda regalando abrazos y sonrisas cuando se siente enfermo, y por ese lado, creo que tiene una justificación para sus malos modales...

Pero no para sus deseos de morir.

Me invade de repente una sensación extraña, que hace una ligera presión en mi pecho cada que recuerdo la mirada del chico adicto. Puedo jurar que un ojo reflejaba soledad, y el otro, vacío.

MORFINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora