Capítulo 20

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Se había propuesto enmendar sus propios pantalones. Basta de depender cada vez más de Sakura; ella hacía ya suficiente con abrirle las puertas de su casa, siendo prácticamente desconocidos, y por si fuera poco, alimentarlo. Además de no pedirle hacer nada a cambio. Cuántas veces en su infancia no había tenido que trabajar de sol a sol para ganar un miserable plato, de miserable comida. Si bien, trataba de ayudar en lo que podía y sabía (lavar su ropa a mano, barrer, sacudir, trapear, y a veces arreglar la regadera, que se safaba), tampoco es que se atreviera a tomar más participación en las tareas de su hogar temporal. Las mujeres se ponían histéricas con esas cosas, y Sakura... Bueno, ella ya era histérica por naturaleza.

Se quedó de repente mirando el filo de la aguja, imaginándose a sí mismo insertándola en su vena hasta que se hundiera por completo, y luego sacándola, y volviendo a repetir el proceso hasta que su brazo pareciera una masa sangrienta. Seguía teniendo esas ideas suicidas de vez en  cuando. Aunque todo lo atribuía al aburrimiento que, sospechaba, era lo único que verdaderamente lo acabaría matando.

Él, acostumbrado a correr de arriba a abajo y de Este a Oeste todos los días, cumpliendo extenuantes encomiendas en donde muchas veces se jugaba la vida, estaba sufriendo en su recién adquirida libertad. Ya no era más un jodido sujeto de prueba de Orochimaru, ni un secuaz de Madara. Por fin era dueño de sí mismo. Pero le costaba, eso de adaptarse a no seguir más que sus propias órdenes. Aunado a ésto, estaban esas migrañas que duraban horas y horas. Prefería llamarlas simplemente "migrañas" en lugar de pensar en qué diablos serían en realidad...


Porque, definitivamente, no eran sólo migrañas.

Aquella sustancia que le habían inyectado en contra de su voluntad lo había provocado, y eso sólo lo ponía a pensar en lo enferma y retorcida que debía estar la mente de Orochimaru para ser capaz de idear algo tan dañino, y en lo tan hijo de puta que debía ser como para atreverse a venderlo cual si fuera un medicamento milagroso.
No acababa de entender por completo qué tramaba, pero siempre había sido especialmente hábil en atar cabos, y esa fue su conclusión final.

Lo sacó de sus cavilaciones el endemoniado perro de Sakura. Oh, cada ladrido era una llaga en su cerebro. Por fortuna, bastaba con acariciarlo un rato para que se callara. Eso hizo, y luego volvió a su tarea de enmendar. Recordó esa dramática ocasión en la que, cuando era un puberto, le arrancaron la ropa y lo hicieron enfrentarse al chorro a presión de una manguera, empapándose de pies a cabeza con agua helada. Todo por llevar raspadas las rodillas de los pantalones.

Sí, su vida, hasta ese momento, había sido algo así como un castigo interminable.

Y quizás no habría sido tan duro si nunca hubiera conocido lo que era crecer en una familia unida y amorosa. Supo lo que era ser visto con orgullo por su padre, y con ternura por su madre. Si se concentraba lo suficiente, podía rememorar vívidamente las veces que jugó con su hermano a cazar monstruos... Todo era simplemente perfecto. Y aunque siempre intuyó que algo extraño acechaba a su familia, al escuchar las ocasionales, pero fuertes, disputas entre sus padres, nunca se imaginó que más pronto que tarde, todo lo que conocía y amaba le sería arrebatado. Mucho menos que, a partir de entonces, sería condenado a un calvario que no anunciaba su fin.

Y lo peor de todo fue que quien lo condenó, con escasos ocho años, a esa vida truculenta que llevaba, fue la última persona que creyó capaz de hacerlo: su confidente, su compañero de juegos, su amigo y su ejemplo. Su propio hermano.

El día que Itachi lo entregó a su tío, Sasuke sufrió el más grande desengaño experimentado en su corta vida. Por fin, el mayor de los hermanos se había desenmascarado como el malnacido lamehuevos de Madara Uchiha que seguía siendo a la fecha. Ese día, Sasuke juró venganza, llorando descontroladamente al enterarse de la muerte de Mikoto y Fugaku Uchiha. Aunque ni siquiera alcanzara a comprender el concepto de "vengador", y ni siquiera supiera por donde empezar.

De lo que tampoco tenía idea, era de lo que le esperaba. Madara Uchiha era algo así como un mandatario del bajo mundo criminal, y por tanto, debía tener a su disposición a todo un ejército para realizar sus operaciones. Sasuke Uchiha, su propio sobrino e hijo del que en vida fuera comandante de la policía de Tokio, pasó a ser simplemente un peón más en su juego de ajedrez. Sasuke pensaba que aquello era el colmo de la ironía. Contrario a los deseos de su padre de que se convirtiera en un hombre intachable, y que lo sucediera en el cargo cuando alcanzara la mayoría de edad, Sasuke Uchiha fue entrenado desde pequeño para herir, para robar, y para cometer toda clase de actos repulsivos, y a no sentir ningún tipo de emoción al respecto. O al menos, a controlarlas. Cuando Madara se dió cuenta de que a su sobrino ya no le pesaba mancharse las manos de sangre inocente, decidió enviarlo con Orochimaru Kyugae, para que éste lo hiciera sufrir a su manera. Si bajo el yugo de su tío, el dolor era emocional, con Orochimaru era físico.

Y agudo, como el que sintía en ese instante en el dedo. Se había pinchado con la aguja. Agujas... cuánto odio les tenía. Tal vez no a los objetos en sí, más bien, a lo que representaban. Si bien, a muchas personas no les gustaban para nada los pinchazos, a Sasuke muchísimo menos. Bastaba con acordarse de las interminables noches amarrado a un camastro, cuando se le aplicaban a la fuerza diversas sustancias que al finalizar la transfusión, le dejaban las venas ardiendo. Quemaba, fuera lo que fuera la porquería que metían sin su consentimiento a su cuerpo, quemaba terriblemente.

No acabó muy satisfecho con su trabajo de enmendar, pero se resignó. Lo que daría por encontrarse unos cuantos yenes y comprarse así dos pantalones más. Tenía sólo dos, y trataba de ensuciarlos lo menos que podía... Realmente era un fastidio usar un pantalón a la semana. Agradecía que Sakura no estaba en casa en todo el día, pues de seguro apestaba.

Hablando de Sakura, ¿dónde estaba?

Eran las once de la mañana, realmente tarde, ya que ella acostumbraba llegar a eso de las diez y media. No le gustó la sensación que tuvo al reparar en el inusual retraso de la chica, pero se dijo a sí mismo que seguramente había mucho tráfico  y el transporte estaba varado. Conforme pasaron los minutos, la incomodidad aumentó, tanto que a la una de la tarde ya estaba realmente desesperado. Se debatía entre salir por la puerta o por una ventana, a fin de pasar lo más desapercibido posible. Decidió la segunda opción, pues la ventana del cuarto de Sakura estaba prácticamente pegada al techo de otro edificio y era perfecto para ir brincando de tejado en tejado. ¿A dónde? No sabía, pero no soportaba seguir ahí adentro, sin hacer nada, cuando la muchacha podría estar en peligro. Por suerte, no tendría que decidir pronto por dónde empezar a buscar, es más, se podía decir que había encontrado a Sakura. Pero no de la manera en la que le habría gustado.

Al asomar la cabeza al exterior del edificio, calculando la mejor forma de sacar el cuerpo sin sucumbir al vacío, sintió un cosquilleo en la nuca. Al principio lo ignoró, pero cada vez era más insistente, hasta que volteó... Y la vió. Lo que le causaba el cosquilleo era el cabello rosado de Sakura, quien estaba amarrada por los pies con una cuerda que no parecía precisamente confiable, y que salía del departamento de arriba. Y entendió: ella era el anzuelo de una cuerda de pescar, y él era el pez. Segundos después se asomó un tipo con pasamontañas y una navaja en la mano. La zarandeó ante sus ojos como su fuera una sonaja y la puso al ras de la cuerda. Sasuke cayó en cuenta de que, de un sólo tajo, podría trozarla.

-Si no cooperas, la chica se cae.

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