La selección de Kiera Cass
Mamá no me soportaba cuando me ponía tozuda. Pero aquello lo había heredado de ella, así que no tenía por qué sorprenderse.
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Y la idea de entrar a participar en un concurso para deleite de todo el país, y dejar que aquel pelele estirado escogiera a la más mona y la más tonta del rebaño para convertirla en esa cara bonita y muda que aparecía a su lado en la tele... En fin, todo eso me daba ganas de gritar. ¿Podía haber algo más humillante?
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Quizá fuera demasiado optimista, o tal vez estuviera demasiado enamorada, pero realmente creía que Aspen y yo podríamos lograr cualquiera cosa que deseáramos con fuerza.
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Me quedé despierta un rato más, pensando en él y en lo mucho que le quería, y en la sensación que me producía su amor. Me sentía especial, incomparable, única.
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Pero deberías saber que el amor a veces se desgasta con la tensión del matrimonio. Puede que ahora quieras a alguien, pero con el tiempo puedes llegar a odiarlo por no ser capaz de ocuparse de ti. Y si no puedes cuidar bien a tus hijos, la cosa se vuelve aún peor. El amor no siempre sobrevive en esas circunstancias.
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Todo aquello me hacía sentir como si mi familia no pensara que yo tuviera derecho alguno a desear algo para mí. Me molestaba, pero sabía que no era algo que pudiera echarles en cara. No podíamos permitirnos el lujo de satisfacer nuestros deseos. Teníamos necesidades.
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Sus labios, ocultos en mi cuello, empezaron a besarme. Se me entrecortó la respiración. No podía evitarlo. Sus besos recorrieron mi barbilla y me taparon la boca, silenciando mis jadeos. Me agarré a él, y, entre los abrazos desesperados y la humedad de la noche, ambos quedamos empapados en sudor. Fue un momento robado al destino.
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Llegará el día en que te duermas entre mis brazos cada noche. El día en que te despierte con mis besos cada mañana. Eso, y mucho más.
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Me agarró con fuerza y me besó —un beso de verdad— por última vez. Luego desapareció entre la oscuridad. Y como vivíamos en el país en el que vivíamos, con todas esas reglas que hacían que nos tuviéramos que ocultar, no pude siquiera llamarle, no pude gritarle, aunque fuera por última vez, que le amaba.
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—No es mucho —observó.
—Nunca he necesitado demasiado para ser feliz. Pensé que lo sabías.
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—¡Sí, ya! Eres la chica más guapa de toda Illéa. ¡Se enamorará de ti!
¿Por qué todo el mundo pensaba que todo dependía de la belleza?
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—Yo no soy misteriosa —la interrumpí.
—Un poquito sí. Y a veces la gente no sabe si interpretar el silencio como confianza en ti misma o como miedo. Te miran todo el rato como si fueras un bicho raro, a ver si al final consiguen que te sientas como tal.
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La mayoría de las veces, cuando las chicas lloran, no esperan que les resuelvas el problema; solo quieren que las consueles.
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Es frustrante saber que podríamos cambiar cosas solo con que nos escucharan.
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—Así pues, ¿le estás escogiendo a él en lugar de a mí? —preguntó, en un tono lastimoso.
—No, no se trata de escoger a ninguno de los dos, ni a él ni a ti. Estoy escogiéndome a mí.