La Dama de las Camelias de Alexandre Dumas
– ¿Es que hay que andar con tantas consideraciones con una chica como yo?
– Siempre hay que tenerlas con una mujer, al menos ésa es mi opinión.
-–¿Así que usted me cuidaría?
–Sí.
–¿Se quedaría usted todos los días a mi lado?
–Sí.
– ¿Incluso todas las noches?
–Todo el tiempo que no la aburriera.
– ¿Cómo llama usted a eso?
– Abnegación.
– ¿Y de dónde viene esa abnegación?
– De una simpatía irresistible que siento por usted.
–¿Así que está usted enamorado de mí?, Dígalo en seguida, es mucho más sencillo.
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-¿Me perdona el mal humor de esta noche?- me dijo, cogiéndome la mano.
-Estoy dispuesto a perdonarle muchos más.
-¿Y me quiere?
-Hasta volverme loco.
-¿A pesar de mi mal carácter?
-A pesar de todo.
-¿Me lo jura?
-Sí- le dije en voz baja.
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Un día un joven pasa por una calle, se cruza con una mujer, la mira, se vuelve, sigue adelante. Aquella mujer, que él no conoce, tiene placeres, penas, amores, en los que él no tiene nada que ver. Tampoco él existe para ella, y hasta es posible que, si le dijera algo, se burlase de él como Marguerite lo había hecho de mí. Pasan las semanas, los meses, los años y, de pronto, cuando cada uno ha seguido su destino en un orden diferente, la lógica del azar vuelve a ponerlos al uno frente al otro. Aquella mujer se convierte en amante de aquel hombre y lo ama. ¿Cómo? ¿Por qué? Sus dos existencias ya forman una sola; apenas se establece la intimidad, les parece que ha existido siempre, y todo lo que precedió se borra de la memoria de los dos amantes. Confesemos que es curioso.
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Si los hombres supieran lo que se puede conseguir con una lágrima, los querríamos más y los arruinaríamos menos.