El rumbo que toma el día a día desde que ponemos un pie fuera de la cama (¿o tal vez desde que abrimos los ojos al despertar?) es imposible de evadir.
Nos vemos arrastrados inevitablemente por cada nuevo día que nos presenta cada mañana: Ruido, congestión, noticias (cada vez más deprimentes dicho sea de paso y no porque no haya buenas noticias, sino porque, lamentablemente el morbo es lo que vende), la tetera silbando, el móvil sonando cada cinco minutos por llamadas o por mensajes debido a un trabajo que nosotros mismos escogimos, etc. Entonces, el día parece escapar de nuestras manos, todo se acelera de pronto y se pierde el ritmo que creíamos, ilusamente, llevar y controlar. Sin embargo, ¿cuántas veces decidimos descansar de este sinsentido que nos impone el día a día? ¿Cuántas veces nos detenemos a observar lo que sucede a nuestro alrededor? ¿Cuántas veces pisamos el freno para disfrutar y sonreír? ¿Cuántas veces nos damos un respiro, incluso de nosotros mismos y nuestra sobrevalorada rutina? Es curioso que hasta el viento deja de soplar de vez en cuando y la marea no siempre está alta ni agitada, que muchas veces por querer llegar rápido nos perdemos de lo que hay en el camino y de quienes encontramos en él. Tomemos entonces un descanso de ese ritmo "impuesto", tal vez así iremos todos a un mismo ritmo y con el mismo rumbo.
¿El rumbo que toma el día a día desde que ponemos un pie fuera de la cama es imposible de evadir? Tal vez, pero aquí está la cuestión, ese rumbo es inexorablemente nuestro y somos nosotros quienes se lo presentamos a la mañana y al día a cada momento; claro, si es que no nos dejamos simplemente llevar.