Soledad quedó quieta en la entrada de la cafetería, viendo a un interesante Santiago, que estaría disfrutando su cuarta década de vida, metido en una gabardina y zapatos negros, pantalón azul marino y camisa de lino blanca.
Santiago terminó de pagar un café y al darse la vuelta debió parpadear dos veces para asegurarse de que sus ojos reflejaban lo correcto y no una ilusión.
La mujer, tratando de controlar a un agitado corazón, apegó su cartera bajo el brazo y avanzó lentamente. Llevaba unos jeans en color beige, blusa amarilla y abrigo azul.
― Hola... —dijo ella, esbozando una leve sonrisa.
― Soledad Rey.
― Yo... —no sabía exactamente lo que diría.
Aquel viaje a París significaría encontrarlo y decirle que aún lo amaba, que los errores cometidos quedarían en el pasado y que lo único que deseaba era volver a su lado.
Pero no podía pasar por alto tantos años, así que las primeras palabras se volvieron difíciles de encontrar.
Santiago sonrió, agachando la mirada. Soñó con aquel encuentro por mucho tiempo, y se imaginó un montón de maneras de reaccionar, ahora era el momento de elegir una.
― Ven —la tomó por el brazo, amablemente—, mejor es ir a un lugar más tranquilo. Aquí hay mucha gente y se escucha mucho murmullo.
― Santiago...
Su tacto fue electrizante.
El empresario se acomodó en el asiento del conductor, dejando a un lado el café, y la mujer lo acompañó en el asiento del copiloto.
― Te he buscado por algunos días, Santiago. En la oficina me dieron la dirección de tu casa, la más reciente, pero...
― ¡Oh sí! Me cambié hace dos días. Aún no comento nada a la oficina —la observó un instante—. Mírate, tan mujer, tan profesional. ¿Terminaste la especialización?
― Sí. Pensé en venir y verte...
― Oh...
― ¿Cómo has estado?
― Bien. Trabajando como siempre.
― ¿Tienes...?
― ¿Pareja? No —rió.
― Pero...
― Claro que las he tenido, Soledad. Me imagino que tú igual y me alegro.
― ¿A dónde vamos?
― Tengo un restaurante. Podremos cenar tranquilos.
La mujer había olvidado ver el reloj. Ya se acercaba la hora de comer.
Tampoco le asombró mucho que él fuera el dueño de dicho negocio. Óscar, en vida, y muchos de sus familiares tenían diversos comercios.
El lugar se situaba en el último piso de un edificio, brindando una vita preciosa de la ciudad, coronada por la Torre Eiffel.
Era elegante, espacioso, de música relajante. Un ambiente muy provocativo.
― Me siento un poco incómoda. No vengo vestida para la ocasión.
― Es lo de menos, Soledad. Estás preciosa —un mesero los atendió y poco después ordenaron—. Te has vuelto más sofisticada.
― ¿Por pedir un plato de comida?
― Por tus modales. Te encuentro muy... exquisita.
― Una aprende muchas cosas viviendo en la sociedad de tu familia.
El hombre sonrió. Tomó una pausa para beber un poco de agua.
― Quise buscarte, ¿sabes? Pero no quería perturbarte. Y como tampoco me buscaste, empecé a olvidarte.
― Oh... —una punzada que hirió. Tenía presente que esa era una posibilidad, aun así, tenía una esperanza escondida.
― Lástima que no lo conseguí.
― Santiago...
― Mejor sería hacerlo todo más simple. No nos hemos dicho nada, pero siento que ya está todo —le asió los dedos por sobre la mesa—. ¿Fue necesaria tanta distancia, tanto tiempo, Sol?
― Tal vez... —y ella suspiró. Por dentro se esparcía un alivio inmenso. Con decir tan poco, se sintió comprendida.
― Si era para llegar a este momento, valió la pena. ¿Cuándo quieres que sea?
― ¿Cuándo qué?
― Nuestra boda.
Sol sonrió ampliamente y él la imitó.
No había más que inventar.
Las heridas habían sanado, mientras el amor permaneció dormido, esperando al momento correcto para resurgir.
Se quedaron en París, Sol aprendió el idioma a punta de caricias de su esposo, se dedicó a su noble profesión a la par que los negocios empresariales.
Nacieron dos niñas al cabo de los años, bajo nombres españoles: Diana y Viena.
Pensaban en el tío Óscar a veces, con sonrisas, con ironía, ¿por qué recordarlo con tristeza? Aquel hombre le había brindado cariño a Soledad y sin proponérselo, la oportunidad de ser feliz con Santiago.
Y así lo era, muchísimo.
― ¿Me amas, Sol? —susurraba en la intimidad.
― Me preguntas cada cosa... —sonrió.
― Me gusta escucharlo.
― Yo te adoro, Santiago —y lo besaba.
― ¿Hasta viejitos?
― Hasta viejitos.
FIN.
¡Qué hermoso que hayas disfrutado hasta la última línea!
Me encanta leerte, déjame tu comentario y te espero en mis otras novelas.
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La mujer del tío Óscar
ChickLitNOVELA PENDIENTE DE CORRECCIÓN. Soledad Rey llevaba años cuidando de su marido moribundo. Atada a él desde muy joven, pronto se vio ata-cado por cáncer y su mujer, como enfermera titulada, debió atenderlo. Ella había perdido sus mejores años en...